Sonaba Miles Davis en el equipo de música de mi tía Carmen. Los invitados iban llegando en pequeños grupos de conveniencia con sus grandes abrigos de piel casi escupiendo agasajos a los demás para no romper aquella delicada noche. Alguna que otra risa se oía rebotar tímidamente entre las paredes de la gran casa de mi tío Carlos, marido de Carmen. Llevamos yendo a su casa en Nochebuena desde que tengo memoria y, al contrario de lo que me decía mi madre para tranquilizarme, nunca fui capaz de adaptarme al ámbito familiar a medida que me iba convirtiendo en un hombre. Porque, los hombres de la familia estaban en el salón, sentados en varios divanes de color mostaza, en el sofá alargado pegado a la pared más larga, y otros en sillas repartidas en puntos previamente escogidos por mi tía Carmen; aunque tampoco éramos muchos. Frente a la chimenea, los hombres intercambiaban miradas intensas e inquisitivas, como si quisieran conocer el trasfondo de las palabras que oían. Criticando, reprochando y contando grandes hazañas de su servicio en el ejército franquista, daban de comer a su ego. Mientras tanto, las mujeres estaban en la cocina terminando de preparar el caldo para la cena y dando el último toque a la salsa de los filetes de ternera. Mi tía Carmen, con su collar de perlas moviéndose de un lado para otro tras su cabello grisáceo bailando con cada movimiento; mi hermana pequeña Paula, comiendo aceitunas a escondidas junto a mi tía Almudena; y mi tía Isabel, tocaya de mi madre, hablando y contemplando a Carmen, al lado de mi madre y mi mujer, Sofija. El humo de los puros alborotaba mis inspiraciones en aquella atmósfera tan varonil, pero hace ya varios años que conseguí que mi expresión no se pareciese al desagrado que me producía el olor a ese tabaco tan intenso.
Mi mujer, Sofija, estaba junto a mi madre Isabel en la cocina dejando caer con pequeños roces entre sus dedos, perejil sobre unos canapés. No sé qué hacía ahí, pues nunca le gustó demasiado cocinar, pero creo que ella sabía que esas navidades para mí probablemente iban a ser las más duras de mi vida, y querría ayudarme al menos de esa manera. Hablaba con mi madre, tranquila y sonriente; con esa preciosa sonrisa. Un poco más tarde, llego mi abuela con su moño blanco comprobando cómo iban los últimos toques de la cena, como un águila, pero siempre hermosa.
Con la mirada clavada en los labios de mi mujer, que podía ver desde la silla en el salón, un pequeño golpe de mi tío Javier me devolvió a esa reunión de hombres.
—Bueno, Alejandro, ¿qué tal este año en el cuerpo? —Tardé unos segundos en reaccionar, por así decirlo, sabía que aquello era interés formal, y debía responder.
—Bien, tío Javier. Aunque estos últimos meses han sido más papeleo que otra cosa.
Allí, yo era el único que no sostenía un cigarrillo o un puro entre sus dedos.
—Y, ¿te tratan como es debido? —me instó mi tío con otra pregunta, para intentar no caer en ese silencio normalmente incómodo.
—Sí, tío. Sin mucho que hacer... —respondí con una voz que recordaba todas las tardes y noches rutinarias y mecánicas.
Mi tío Javier apretó la barbilla y asintió apretando con su mano mi hombro. Sé que era un gesto de cariño, pero reaccionó en mí como un impulso para levantarme.
Pasando las manos por mis piernas, como si estuviera limpiando mi traje, vi a mi madre hacerme unas señas desde la cocina para que fuera con ella al tiempo que daba el primer paso.
—Hijo mío, ¿podrías comunicarles que vayan yendo a la mesa? —Sofija, mi mujer, lituana, estaba detrás de mi madre, mirándome con esos ojos inquisitivos que me gritaban: «Sácame de aquí».
—Por supuesto, madre. Ahora mismo. —Me acerqué para darle un beso, cuando la voz de mi tío Carlos resonó como un graznido desde uno de los divanes del salón.
ESTÁS LEYENDO
Quien Abrace al Diablo, que lo Abrace Bien
Mystery / ThrillerAlejandro nunca fue una persona que aceptase las cosas tal y como eran. Como policía forense, debía esmerarse en tratar de arreglar y solucionar lo que se le pusiera por delante, pero su familia era algo contra lo que no podía luchar. Así pues, en l...