Winnie y la luna

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Cuenta la leyenda que cuando los lobos aúllan a la Luna es porque lloran la muerte de un ser amado en su anterior vida. Vale, está bien: me la he inventado yo, pero haced el favor de fingir que es cierta por el bien de la historia.

Así pues, comenzaré por presentaros a nuestro protagonista: Winnie the Wolf era un lobo feroz que se comía muchas ovejas. Criado en los oscuros bosques desde niño, no había criatura a la que Winnie temiera, viento ante el que se doblegara, cosa que le hiciera temblar salvo una: la soledad.

En efecto, nuestro Winnie se sentía solo y diferente del resto porque nunca había aullado a la luna. No se hallaba triste por la muerte de ningún ser querido, ni tampoco echaba de menos a nadie, a menos que se pudiera echar de menos a la sabrosa ardilla que había devorado en el desayuno. "¿Dios mío, qué coño me pasa?" o "¿Qué clase de problema tengo?" eran preguntas que Winnie the Wolf solía hacerse a menudo. Se observaba a sí mismo con ojo crítico y no conseguía encontrar la respuesta.

"¿Será porque mis padres son polígamos? ¿Porque no tengo un hogar estable y crecí siendo un nómada? A lo mejor eso explica también porque voy de loba en loba cuando estoy en celo", reflexionaba para sus adentros nuestro deprimente protagonista.

Un día, se le ocurrió preguntar a su amigo Berto:

—Berto, ¿tú alguna vez te has preguntado por qué aullamos a la luna?

Su cánido compañero se rascó el cuello con sus patas traseras antes de responder:

—Pues claro: estamos tristes porque en nuestra vida pasada perdimos a alguien.

—Ya —resopló Winnie—, ¿pero tú de verdad sientes tristeza?

—Bueno, pues sí, ¿no? A ver, suelo estar melancólico muchos días, pero ya no estoy seguro de si es por eso o por mi depresión. Aún sigo yendo a terapia con el lobólogo; estoy aprendiendo a analizar mis sentimientos.

Tras dedicar unas palabras de consuelo que realmente no sentía a Berto, Winnie preguntó al resto de sus amigos por qué aullaban. La respuesta era siempre la misma:

—Aullamos porque perdimos a alguien en nuestra anterior vida.

Sin embargo, nadie sabía concretar de dónde provenía esa extraña tristeza, y la mayoría la confundían con pena por que la primavera llegara a su fin.

Decidido a averiguar la raíz de su problema, Winnie se embarcó en un largo viaje espiritual que lo llevó a la India, donde aprendió a meditar y cogió gustillo por el picante; de ahí que a partir de entonces sazonara los conejos que se comía con curry. Aunque no logró encontrar la solución de su problema, sí que encontró la paz interior que había visto hallar a tantas mujeres americanas en las películas. Tras tontear en Bali con la que resultó ser la loba de su vida, volvió a casa cargado de pensamientos positivos y una pelotita antiestrés que su terapeuta le había regalado. En su mente, había tomado una resolución: hablar con el gran lobo jefe Chispitas para que diera respuesta a su duda existencial.

Chispitas era el lobo más respetado del bosque. Tenía en su poder secretos que habían acompañado a las generaciones lobunas desde hacía eones (bueno, en realidad desde hace tanto no, por la evolución y esas cosas). Se decía que el propio Balto había ido a pedirle consejos cuando encaró su papel de perro-lobo, y que había sido él quien se comió las ovejas de Pedro, el humano estúpido que no supo cumplir el único trabajo por el que le pagaban.

Winnie the Wolf encontró a Chispitas aullando a la luna llena al borde de un barranco; la ocasión no podía ser más propicia.

Winnie casi temblaba de los nervios, y tuvo que morder la pelotita antiestrés varias veces para normalizar su respiración. Por fin iba a ser partícipe de los secretos que ocultaba el maestro.

—Oh, venerable jefe Chispitas, he venido a haceros una pregunta que me reconcome desde que nací: ¿cuál es la verdadera razón por la que los lobos aullamos a la luna? —preguntó. Las patas apenas podían sostenerle de la emoción.

Chispitas giró su cabeza, esbozando una sonrisa misteriosa (¿o tal vez solo estaba jadeando del cansancio?), y el ambiente pareció entrar en suspensión cuando abrió la boca para contestar con su profunda voz:

—Pues la verdad, hijo, no tengo ni idea. Yo solo lo hago porque veo a todo el mundo haciéndolo.

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