s p r i n g

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Es un día caluroso.

Dios, es tan caluroso que a Derek comienza a dolerle la cabeza y secársele los labios debido a la pérdida de agua que sufre.

Detesta estar fuera de casa cuando el día está soleado y el ambiente demasiado cálido como para respirar sin sofocarse. La piel se le vuelve pegajosa debido al sudor, humedeciendo toda su ropa, haciendo que los pantalones se le peguen detrás de los muslos y su playera en la espalda baja, e incluso siente como una maldita gota va resbalando por toda su columna vertebral, hasta que es absorbida por el borde de sus calzoncillos.

Demonios, le sudan hasta las cejas; es desquiciante.

Pero esa tarde tiene que ir a ver a Laura en su trabajo; le había prometido llevarle comida e incluso comer ahí con ella, y él —por mucho que no quisiera ir— no es de los que incumplen a su palabra.

Así que es por eso que se encuentra debajo de esa abrumadora construcción de metal que no hace más que absorber el calor y crear un horno gigante donde ellos se encuentran, haciendo creer a Derek que definitivamente murió ahogado con su propia saliva mientras dormía y ahora está en el jodido infierno.

Escucha unas risitas tímidas a su derecha, y al voltear hacia ese lugar, su vista choca con dos pares de ojos azules que pertenecen a dos chicas más o menos de su edad y que lo están escudriñando de arriba a abajo, lanzándole miradas coquetas y riendo entre ellas cuando ven algo de él que les gusta.

Intenta no prestarles mucha atención, porque no quiere recorrer con la mirada su cuerpo de la forma en que lo hacen ellas con el de él y que malinterpreten las cosas, pero es imposible ignorar la vestimenta que usan las chicas.

Otra de las —muchas— razones por las que no le gusta salir en éstos tiempos es que a la gente le gusta ir medio desnuda por la calle. Es como si no supieran lo que es el pudor y la decencia.

No es agradable para él ver a la mayoría de las chicas vestidas con algún short tan diminuto como para ser considerado como tal y una blusa casi inexistente; o a los hombres casi siempre sin playera y usando bermudas sin pena alguna.

Porque, ¿en serio? ¿no pueden hacer eso en su casa?

Y, por Dios, los pies expuestos.

Odia los pies, y la gente se la pasa mostrándolos todo el tiempo usando sandalias, caminando muy cerca de él e incluso quitándoselas para refrescarse un poco, ya que el calor hace que suden.

Como justamente lo está haciendo la señora junto a él.

Derek no puede evitar un escalofrío al ver aquello.

—Melanie, come rápido tu helado o se derretirá en tu mano —advierte en tono suave una mujer joven, sentada en el asiento de metal en el que pueden esperar el autobús, a una pequeña niña que come alegremente su helado de fresa.

Derek resopla un poco; adora el helado —no precisamente de fresa, él es más de queso con zarzamora o cajeta— y el clima es perfecto para comer más de medio litro él solo, pero en los treinta minutos que lleva esperando el autobús, no ha visto a un sólo heladero pasar por aquel sitio y él necesita urgentemente algo para refrescarse o se volverá loco.

Así que mejor evita voltear a ver a la niña, en un intento de reprimir su impulso de arrebatarle ese tentador cono de las manos y embadurnarse la cara con él.

Pero pasan otros diez minutos y ni un sólo autobús aparece por el camino.

Derek siempre ha sido una persona impaciente y ahora, con cuarenta largos minutos de espera, ha superado con creces su límite.

Bus stop Donde viven las historias. Descúbrelo ahora