La azafata sonreía anormalmente, me llegué a preguntar numerosas veces si su rostro poseía algún súper poder de no acalambrarse nunca.
No me tragaba el "todo está en orden" de la súper mujer de tacones y pañuelo enredado en el cuello, solo faltaba media hora para el aterrizaje, pero puede suceder gran cantidad de cosas en 30 minutos.
La niña que estaba cruzando el pasillo, nunca quitó su mirada de mí, su abuela durmió todo el viaje. El señor que estaba a mi lado no soltaba su rosario, ni siquiera, para las 7 veces que me pidió permiso para ir al baño.
Opté por ponerme los auriculares e ignorar el mundo dentro del avión, pero la muchacha rubia de ojos café, con su sombrerito ridículo y labios rojos, me pidió que la acompañe.
Seguí sus pasitos cortos acompañados por exagerados movimientos de cadera, era alta y esbelta. Tomó un teléfono negro, intercambió unos susurros, me miró y suspiró.—El capitán necesita verlo.
Un ruido molesto me invitó a abrir la puerta, el capitán se encontraba solo en la cabina. Me pidió que cerrase la puerta y me sentara a su lado. Le obedecí. Con una voz ronca me explicó, a través de anécdotas, como se aterrizaba un avión. Confuso lo interrumpí y le pregunté a que venía todo esto. Su respuesta heló mi sangre.
—Porque estoy a punto de morir. Hace 6 meses, el avión tendría que haber caído, pero no lo hizo. Desde entonces, cada vez que subo, intenta matarme y a los pasajeros. Sé quien eres, y tu, vas a salvarnos.