2. Carne fresca

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  Autor: Flacorayado  

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Aquella tarde, un hombre calvo con un ojo de vidrio había reunido a tres niños alrededor de su mesa para contarles historias. Ellos no se iban porque estaban atados a las sillas. Transpiraban mucho y respiraban rápido. Cada boca estaba tapada con trapos sucios. Mordazas, en otras palabras. Las mordían, aunque era inútil por lo ajustadas que estaban solo provocaban roces en sus mejillas trigueñas.

Vivía el hombre en una choza de paredes deshechas por la humedad y donde los días eran grises. Allá, salir de noche, era como caminar con los ojos cerrados. O en su caso, aplicando solo el singular. Los pies se enterraban frecuentemente en el barro. Mezcla de tierra húmeda con césped. También piedras pequeñas y filudas.

El calvo era huesudo, pequeño y de labios heridos por la carne cruda que adoraba comer de tal modo. Usaba las uñas largas en las manos, pero se mordisqueaba y deformaba las de sus pies. Tenía una camiseta de algodón hallado en algún basurero, alguna vez que fue a la ciudad. El hedor era similar al de un silo destapado por error.

Lo demás le cubría un pantalón con muchos agujeros. Se le veían los genitales, aunque a él no le importara. Al contrario, podía satisfacerse con más rapidez.

—Les serviré un poco de comida –explicaba y expandía su mirada, mientras el otro iris desorbitaba.

Nadie respondía, ni intentaba. Ninguno podía tampoco. Eran dos chicos y una niña. De la misma edad, el mismo salón. Vecinos. La mujercita iba perfumada siempre. Canela era el principal componente. Esto tampoco indica que por dinero estaba recluida.

Él destapó la olla de barro. Ya no estaba caliente. La madera bajo ella se deshizo como un terrón de azúcar blanca. Creer que la comida iba a tener un sabor agradable era soñar. El aroma primero era sulfuroso, luego descendía hasta suavizarse y develar el olor a carne cocida.

— ¿Qué presa quieren? Tengo yemas, orejas y alguna que otra costilla.

El silencio dominaba esa sala-comedor-baño-dormitorio. La puerta, única apertura de la habitación, indicaba que aún era de día.

Introdujo su mano dentro de la olla ahumada y ennegrecida. Cogió unas falanges y las llevó despacio a la mesa. Se desparramaron indistintamente en la marrón superficie. Los pequeños llevaban un día sin comer. No tenían contusiones.

Él los secuestró la tarde anterior cuando regresaban de clases. Caminaban los tres juntos en esas carreteras desoladas de la sierra. La caminata de ida duraba una hora. La de regreso también. Más si la lluvia "se desataba". Cantaban los ritmos que conocían desde casa, los jingles que recordaban alguna vez escucharon en el centro y si no, solo hablaban de sus recuerdos más lejanos. La primera vez que tuvieron una pesadilla, a qué animal le temen, cuál fue la cena de anoche. Claro, si es que cenaron también. Pues en un pueblo tan pobre, nunca se sabe.

El infame había seguido a estos muchachos por cuatro días. En tres lugares distintos. Siempre disfrazado de mendigo. Inmóvil durante horas, soportando el viento que se incrustaba en su piel a través de los agujeros.

Para secuestrarlos, él se recostó en la mitad del camino. Tosía y se agitaba. Quería provocarles intriga. Tiritaba como si tuviera 45 grados de temperatura en el cuerpo. El cielo era naranja y rojizo. Muchos dirían que de arcilla. Les intimidó ver la piel descuidada y marcada del humanoide, pero su curiosidad lo empujó a más. Uno de los chicos se arrodilló para oír o hablarle, cogió su rostro. La pequeña se puso detrás de él y el otro muchachito, cerca de los pies. El espectro arremetió con su frente. Gritó y cayó de espaldas. La nena impactó su cabeza con la tierra y se adormiló. El tercer estudiante se agachó a buscar una piedra, mas encontró dientes de león deshechos. Azotaba los tímpanos en busca de auxilio. Lamentablemente, el individuo más cercano se encontraba a 5 kilómetros. A él le pateó el rostro muy fuerte. Se abrió una herida en la sien, y se mantuvo en el suelo como la niña. Al mismo tiempo, cogió de los cabellos al primer estudiante y lo arrastró hasta la derecha de su amigo. Les apuntó con el dedo una dirección alejada de la vía. El horizonte se fusionaba con el cielo que ya se tornaba del tono absoluto antes dicho. Lloraron en silencio y soportaban las hemorragias sin manchar el uniforme. La pequeña solo miraba hacia arriba, aunque sí respiraba. La levantaron de pies y manos en rumbo del lugar apuntado.

Para evitar mordiscones, las mordazas eran aflojadas uno a uno. Veían los amigos como se encorvaban para probar la carne. Si no querían, él los estrellaba dos veces contra la madera carcomida de la mesa. Si eran tres había más posibilidades de una hemorragia.

— ¿Vas a comer? —preguntaba.

Difícilmente se negaban las víctimas. Si el ermitaño tuviera una mascota, tal vez no le faltaría comida. Pero nunca habría recibido una caricia. Los ojos de los niños estaban hinchados, y los del engendro se encendían al menor gesto de desacato.

—Me gustaría que oyeran las historias que estas paredes han visto. Estar aquí ya es una condena, imaginarse cuánto más vivirán. ¿Encontrarán sus cadáveres? ¿Será una pesadilla? No quiero estar en sus lugares.

Rió y escupió sin querer hacia la niña. Acercó su percudida uña hacia el rostro terso de la pequeña. Tiritaba. Sabía que solo secaría la saliva, mas la repulsión le impedía tranquilizarse. Cerraba los ojos con fuerza. Los labios fruncían tanto como le permitiese el trapo hediondo. Una bofetada muy cobarde recibió y sus lágrimas fluyeron.

—Como decía, esta oscureciendo: Cuando el cielo se nubla aparecen monstruos. Caminan en dos patas. Tienen la piel gris, pero solo se cubren por ella. Ellos se aparean de pie y se com...

Interrumpido porque uno de los chicos se balanceó y cayó con sus sillas de madera. El infame cogió una piedra y le golpeó el rostro. Una. Dos. Se detuvo. Miro a los otros, con pánico a lo que les sucedería. Más lo encolerizó aquel miedo y los cogió del cabello. Lamió una mejilla y la mordió hasta arrancar un trozo similar. Hizo lo mismo con la otra. Las trago y gritó de éxtasis. Luego, les azotó el rostro —en la mejilla herida— con la sola idea de sentir su dolor. Varios minutos después, ya nadie veía nada. El monstruo decidió entonces asfixiarlos uno a uno. Disfrutar de sus últimos segundos. Silenciar los sollozos y aspirar el aroma metálico de la sangre para mañana, cuando todo aclare, él pueda desayunar mucha carne fresca.

 Silenciar los sollozos y aspirar el aroma metálico de la sangre para mañana, cuando todo aclare, él pueda desayunar mucha carne fresca

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De escalofrío. (Edición Especial)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora