Hacía un frío de mil demonios, y yo no tenía para taparme más que una frazada vieja pero tibia. El año pasado había tenido lugar una campaña donde nos regalaron frazadas y abrigos. Bueno, yo había cogido dos abrigos y esta frazada, pero mi deber como humano me hizo darle uno de los abrigos a otro indigente que no tenía nada. Ahora yo tengo frío, y mucho.
La noche anterior me había gastado ocho pesos en un hot-dog para cenar, y hoy solo tenía diez pesos que debía administrar con sabiduría. Salmón sabe cazar ratas, lagartijas y bichos que pululan por ahí, así que no me preocuparé por él ahora. Bien, usaré cinco pesos para comprarme un café, y luego tendré que ir a la central de abastos para ganarme más pesos. Yo en lo personal prefiero trabajar. Podría mendigar, pero lo dejo para casos extremos; además, hay gente más pobre y vieja que yo que de verdad no puede trabajar y deben mendigar. Yo al menos me conservo sano y fuerte en lo que cabe.
Me levanté aún envuelto en la frazada, y busqué con la mirada a Salmón. Él me miraba con sus astutos ojos oliváceos, moviendo lentamente la cola. A juzgar por cómo se lamía la pata derecha, deduje que acababa de desayunar. Bueno, yo tenía un par de tenis de caridad que aún servían lo suficiente como para usarlos, así que me froté los pies con para darles calor, y luego me calcé los tenis. Ahora estaba listo para irme a trabajar.
-Adiós Salmón, nos vemos luego.
El gato ni se dignó a mirarme. Lo adoro. Salí de mi improvisada casa de cartón y láminas que se hallaba en un lote baldío. Lo sé, es triste, pero es todo a lo que alguien como yo puede aspirar. Fui un idiota, me marché de casa y ahora me encuentro vagando en una ciudad desconocida, sin dinero y sin una identidad respetable. No tengo idea de qué fue de mi familia, y aún si supiera, no tendría cara para ir a pararme frente a ellos de nuevo. Les defraudé a todos, gasté el dinero pensado para mi universidad en drogas y alcohol. Ahora esos dos son mis jodidos enemigos.
Me acomodé la chamarra y mi gorro, y eché a andar. La central de abastos estaba lejos de mi “casa”, por lo que necesitaba llegar a tiempo si quería que alguien me tomase piedad y me permitiese cargar sacos y cajas a cambio de algo de dinero. Aún estaba oscuro, y me daba miedo salir ya que cerca al lote solían juntarse pandillas. Jamás habían tratado de asaltarme o lastimarme, pero igual les temía. Apuré el paso hasta salir de esta desagradable colonia, y me adentré en una calle más transitada. Ya había gente andando de aquí para allá. Bostecé y de mi boca salió un vaho tibio (y apestoso, de eso estaba seguro). Mientras caminaba hacia mi destino, me enfrasqué en pensar que lo peor de ser indigente era no poder asearse. Era desagradable la sensación de mugre en el cuerpo, en la boca. Me asqueé de mí mismo un momento antes de cerrar mi mente y caminar más aprisa.
El día fue lo que yo llamaría “productivo”. Quedé agotado, pero obtuve cincuenta pesos. Los guardé con mucho celo en uno de mis tenis antes de encaminarme al jardín principal sin saber lo que me deparaba el cielo.
Bueno, hace un tiempo que remodelaron en jardín principal. Tiene un quiosco que no es la gran cosa, pero no está mal. Una vez a la semana acudía al pie del quiosco un grupo de jubilados que bailaba danzón. Me divertía verlos. También había payasos, y mucha gente que se amontonaba para verles a pesar de que de seguro le temían. En fin, me gusta venir aquí y ver a tanta gente sonreír. Y lo desagradable para mí era que no me podía acercar a ellos. Ya saben: están viendo a los payasos, y de repente un indigente aparece a tu izquierda. La gente se retira tratando de ser discretos.
Me quité el gorro y me aproximé a un puesto de comida, lentamente. También me daba pena porque la gente piensa que voy a robares o a pedirles comida de caridad. Pero ese día tenía dinero, y pensaba usarlo. Al final salí del lugar con una empanada caliente y una botella de agua, cortesía de la cajera.
Me regresé al jardín para tomar asiento en una banca, cerca de una heladería La Michoacana y una tienda de bisutería y telas. Devoré la comida y tragué media botella de agua antes de limpiarme con la manga de mi abrigo y soltar un suspiro. Y así acabó lo que yo considero mi día, a las cinco de la tarde aproximadamente. De nuevo caminé por el centro, pasé junto a la representativa Bola del Agua, y continué lentamente hacia Plaza Morelos, que se hallaba más adelante aún. Esa zona comenzaba a tener menos gente.
Y entonces mi día se detuvo, y sentí como si alguien me dijera: ¿Preparado? Y no, no estaba preparado, solo corrí y embestí. Frente a mí, cerca de unos arbustos noté movimiento. Había poca gente alrededor, sentados en las bancas verdes dispuestas, y nadie parecía ver lo que ahí sucedía. Era un forcejeo, dos tipos contra una joven. Así que a Maveric se le subió el olvidado apellido y embistió con fuerza. Lo hice, y tiré a uno de ellos mientras al otro lo tomaba del cuello de la camisa. Ni le di tiempo para pensar.
-¿Tienes algún problema, idiota? –siseé.
El niño bonito se puso pálido. Lo empujé lejos de mí, y este corrió junto con su compinche. Entonces me giré y reparé en la figurita que se hallaba sucia y hecha ovillo bajo uno de los arbustos. Miré hacia todos lados, incómodo, y luego me rasqué el alborotado cabello. Me agazapé junto a la figurita.
-¿Todo en orden?
Sí, lo sé. Qué pregunta tan estúpida, Maveric. Tardé un poco en darme cuenta que estaba llorando. Le puse con cuidado una mano encima y la sacudí.
-Ya se fueron. ¿Te pegaron? ¿Estás bien?
Lentamente dejó de llorar, y se incorporó poco a poco. Sus ojos estaban rojos y aguados, su nariz moqueaba, y toda ella temblaba. Lamenté no poder ofrecerle un pañuelo para que se secase. Y mis manos no eran la cosa más limpia cercana como para atreverme a limpiarle las lágrimas. Le tendí la mano de todas formas, y la ayudé a incorporarse. Ahora sí, la gente se había dado cuenta de nuestra presencia y miraba hacia nosotros sin disimulo.
Su pantalón se hallaba roto en varias partes y sucio. Su cabello estaba hecho una maraña (al igual que el mío) y llevaba encima varios abrigos que parecían más harapos de colores. Le sacudí un hombro, y miré a la gente de alrededor. Ella me miraba extrañamente, aún con lágrimas. Y supuse que le había molestado. Me alejé de ella, e incliné suavemente la cabeza.
-Lo siento, ya me voy.
Di un paso antes de que ella se agarrase como lapa de mi brazo derecho. No me lo esperaba, y me asustó. Me asustó que una extraña se aferrase a mí frente a la mirada curiosa de tanta gente. Pero me conmovió. Sus ropas rotas, su apariencia desaliñada, su rubio cabello hecho un desastre… era como yo. Indigente. Me giré un poco, y la miré. Pensé en sonreír, pero recordé que mi sonrisa no sería muy bella en esos momentos, así que solo sonreí ligeramente.
-¿No tienes a donde ir?
Ella no contestó, solo abrió los ojos un poco más, y me apretó con más fuerza. Mi instinto protector se activó.
-Ven. Te invito una –conté mentalmente el dinero que me quedaba – una empanada.
Ella sorbió por la nariz, y aflojó el agarre sin dejar de afianzarme. Sonrió tímidamente. Me giré por completo, y le tendí una mano medio enguantada.
-Hola, soy Maveric.
-Lisa.
Y así es como comenzó todo.