Tres

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Todavía me pregunto qué diablos pasó por mi cabeza en el momento en que decidí estrellar mi hombro contra el pecho de ese *«lanza». Me quedó todo adolorido.

Aproveché el término de la hora de almuerzo para poder escabullirme al baño y ver en el espejo si me quedó algún hematoma... Y sí, ahí está empezando a formarse una mancha que pronto cobrará un color oscuro, como mi ánimo.

Por lo menos, hice mi buena acción del día, la mujer estaba realmente agradecida, y me sorprendió gratamente cuando aceptó mi sugerencia de poner la denuncia. Hubiera jurado por todos mis antepasados que ella no iba a hacer nada. Era linda, y muy decidida como para correr tres cuadras sobre unos tacones. De hecho, sus gritos y el repiqueteo de sus zapatos me llamaron la atención, y al darme media vuelta, la vi a lo lejos y al tipo que corría a toda velocidad justo en mi dirección. No sabía si el ladrón era Moisés o algo así, porque la gente se abría paso ante él como si fuera el maldito Mar Rojo. Idiotas egoístas, no les costaba nada detener a ese ladrón.

El precio de la embestida valió la pena. Mi mente retorcida se dio un festín con la mujer que hablaba entre jadeos, agitada, sonrojada y un poco desarreglada por la carrera, sobre sus hombros se escabullían unos sensuales bucles castaños de su peinado. No pude evitar tocarla, soy un degenerado, no era necesario, pero ella era como un imán para mí. Sus ojos grandes, castaños y veteados con tonos muchos más claros eran... cautivadores, transparentes, tanto como su voz. Tuve que desviar la vista para no ser tan cargante y evidente con ella.

Soy un imbécil, un animal. Cuando la miraba, podía sentir cómo estaba cobrando vida cierta parte de mi anatomía que está escondida en mis pantalones. Todavía no entiendo mi propia reacción porque, por lo general, no me excito con tan solo mirar a una mujer —a menos que esté desnuda—, y eso es muy extraño. Supongo que sucedió por mi agitado estado mental y cualquier estímulo enciende mis sentidos. Ella no era una mujer despampanante, era... normal, ni alta, ni baja, ni flaca, ni gorda... Pero tenía algo en su mirada, algo profundo... y unos pechos preciosos que se asomaban por su blusa blanca, y también poseía un trasero digno de ser admirado, grande, redondo, apetecible... mordible... azotable.

¡Mierda, basta!

Espero que ella no se hubiera dado cuenta de nada, fui respetuoso, no intenté coquetearle o atosigarla como si yo fuera un buitre. Eso es para los desesperados, yo lo estoy, pero soy más fuerte que todo esto, tengo que controlar esta compulsión. Al fin y al cabo, de eso se trata todo esto que estoy asumiendo.

De control.

Controlar mi cuerpo, mis emociones, mis deseos, la situación. Nada debe escapar al azar, todo debe ser calculado, porque es muy fácil fallar y arruinarlo todo...

Voy a tomar esta experiencia como una lección aprendida.

—¿¡Por qué no avisas que está ocupado, Damián, por la misma flauta!? ¡Estás casi en pelotas! —me reprende la esposa de mi jefe tapándose los ojos. Ha entrado al baño sin golpear la puerta y yo olvidé poner pestillo. El baño es común. Ella también trabaja aquí. ¡Demonios!

—Solo me estaba viendo el hombro, no seas alharaca, Jesu —le respondo mientras me vuelvo a colocar la camisa.

Se destapa los ojos y sonríe burlona, es una pilla.

—Me contó mi jefecito, lindo, precioso, que te las diste de súper héroe, ¿te duele mucho, Damiancito?

—Más o menos, es soportable. —Muevo el brazo para demostrarle que no se me va a caer—. Menos mal que era un flacuchento el tipo.

—No me puedo imaginar un «lanza» obeso, po'h, Damián.

—Como sea, los huesos del tipo eran duros, igual me duele el golpe.

[A LA VENTA EN AMAZON] Contigo Aprendí (#7 Contemporánea)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora