Wasp.

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No es el recuerdo del tacto el peor de los efectos colaterales; tampoco la permanente sensación de inseguridad, sino que son las cicatrices. Pero, no hablo de las que se grabaron en mi cuerpo de la manera en la que uno taya su nombre sobre madera, sino, otra clase de cicatrices; hablo de heridas ocultas... en mi mente.

Manos. Esas repelentes pesadillas me volvían loca. Manos, manos que estaban por todas partes, manos que no dejaban de aparecer, de palpar, de lastimar. El pudrirse de un cadáver en el fondo de una fosa húmeda, no era tan espantoso como aquella impotencia que me hacía sentir verme inmersa en el sueño, en el mismo sufrimiento, una y otra vez. Noche tras noche.

Constantemente, intentaba verme bien. Lo pasado estaba en el pasado. A veces, uno nunca se siente con tanta naturalidad como cuando se ve obligado a fingir. Aunque esto me dé deseos de gritar.

Es increíble como una noche que aparentaba tener un resultado inofensivo, acabó tan mal. Jamás podría olvidarla (¿Cómo podría hacerlo si hasta el día de hoy aquellas manos, aquellas manifestaciones lascivas continuaban atormentándome?). Barrio nuevo, casa nueva, escuela nueva, gente nueva. ¿Una salida con esos presuntos amigos nuevos podría ser tan mala?

Si.

Compenetraba con el objetivo de hacer amigos, había olvidado que estos eran mayores que yo, ya estaban borrachos y al fin y al cabo continuaban siendo desconocidos.

Aún, tantos años después, no comprendo cómo inició. Fue tan abrupto, tan inesperado, que mi cerebro no tuvo la ocasión de procesar cómo es que fue el principio de aquel final repugnante. Ahí había acabado yo, inerte en el suelo; golpeada, herida, humillada, ultrajada, desnuda y despojada totalmente de mi plena cordura hasta que alguien me encontró.

El recuerdo de sus nombres aún se retuerce caprichosamente de agonía dentro de las paredes de mi cráneo, pero la evidencia que han dejado grabada sobre mi cuerpo siempre acaba por revitalizarlo. Las cicatrices con la forma de sus iniciales surcan mi piel al igual que una mancha entorpece un cuadro. A simple vista, parece normal; pero, cuando los ojos atentos se posan sobre la imperfección uno se da cuenta de que algo malo pasó ahí.

No voy a hablar de sus caras. Lo hice tantas veces de forma inútil frente a tantos policías como una se pueda imaginar y frente a mis padres, que repetirlo me haría enloquecer. Nunca las olvidaré.

Sin embargo, existe una de esas caras, que siempre despertó mi furia de una forma incluso más explosiva que las demás. Su recuerdo no es más que vagos vestigios fugaces detrás de los agresores, pero en cuanto abrí la puerta de mi casa esa tarde y me topé con ella frente a frente, aún después de tantos años, la reconocí.

Al verlo sentí cómo la ira hacía su presencia fluyendo por mi cuerpo. Era como un antiséptico actuando sobre pus. La efervescencia, el dolor, la quemazón. No está de más aclarar que mis deseos de destrozar ese rostro fueron más fuertes que cualquier otra cosa que hubiera sentido en mi vida.

Aquel rostro, de apariencia cansada y avergonzada, no había hecho nada; pero, a la vez, lo había hecho todo.

Cuando mis atacantes hicieron lo que quisieron de mí, él nada más se quedó ahí parado, como un idiota. Dubitativo, temeroso, entre asqueado y nervioso. Claro que grité, mi garganta por poco estalla de hacerlo pero, ¿Qué caso tiene gritar si no hay nadie para escucharte?

Tener esa cara frente a mí, una de las tantas de mis pesadillas, en pleno día fue tan chocante como el patético discurso que balbuceó más tarde. Aquellos horrores estaban hechos para la oscuridad de la noche, no para la luz.

Nunca comprendí completamente, incluso después de todos los disgustos que me llevé en mi vida, el significado de la indignación hasta que esa cara me imploró mi perdón.

¿Perdón?

Ni siquiera tuve la mínima tentación de perdonarlo. No sólo era una cuestión de poder, era cuestión de querer.

Monstruos. Les dijo monstruos. Monstruos a quienes me hicieron lo que me hicieron. Monstruos a quienes no me escucharon cuando me tenían que escuchar. Monstruos.

Para personas tan cobardes y de mente tan paupérrima, es más fácil creer que los monstruos son los que están allá afuera en lugar de creer que los verdaderos monstruos somos nosotros. 

Tales Of The Land Of Gods And MonstersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora