Capítulo VIII

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De cómo el pasado puede presentarse inesperadamente.

Todos durmieron mal aquella noche, sin poder conciliar el sueño, se agitaban en sus camas sin poderse quitar de la cabeza los acontecimientos recientes, la marcha de Antonio, y la trágica muerte de Emilio.

Al día siguiente Nuria se encontraba sin ánimo para abandonar la cama y no quiso ni levantarse. Teresa no se opuso y dejó que la muchacha reposara en su habitación todo el tiempo que quisiera.

En el almuerzo Teresa y Lluvias discutieron la mejor forma de arreglárselas ellos tres solos para salir adelante. Tendrían que cultivar menos tierras y dedicarse, casi exclusivamente, a la cría de terneros y a la explotación de la leche, ya que eran las únicas fuentes de ingresos con las que se podía seguir sustentando la economía de la finca.

Los dos se pusieron a ordeñar a las vacas y ambos pensando en lo sacrificios y el arduo trabajo que supondría salir adelante con las labores de la hacienda. Hicieron lo más mínimo posible y, con poco más o menos, llegaron al mediodía.

Lluvias, anda, ponte a regar el huerto mientras yo preparo la comida para los tres. –Pidió Teresa.

El hombre fue andando, cansinamente, hasta la parte de atrás de la casa para abrir los caños del aljibe, el líquido, a través de unos ingeniosamente organizados canalillos, inundaba toda la huerta sin ningún esfuerzo. Cuando el agua comenzó a correr, Lluvias se quedó un rato a la sombra mirando el fluir del líquido, se agachó un par de veces para recoger agua con la cuenca de sus manos y refrescarse cara y cuello.

Más tarde mientras estaba secándose las manos, con las perneras de los pantalones, trataba de averiguar qué demonios podía haber pasado para que Antonio se marchara en forma tan precipitada. Entonces cayó en la cuente de que, Antonio, nunca le había hablado de su pasado, solamente que estaba huyendo de él.

¿El temor a qué mal empujaba al chico a huir? Huir es lo más fácil, pero no siempre es la mejor solución. -caviló.

Él mismo había experimentado como el miedo se colaba en su alma invadiendo todo su ser. Miedo que siempre trataba de disfrazar de duda, de indecisión ¡De conformidad!, y que siempre le había obligado a torcer su voluntad. En muchas ocasiones se había prometido: "Ésta es la última vez que soporto la ignominia, la vergüenza ¡El deshonor! La próxima vez no cederé –Se decía-, me enfrentaré al soberbio y, atenazando su arrogancia, despreciaré su insolencia plantándole cara. ¡Impondré la verdad y la justicia! Pero es lo cierto que una y otra vez le fallaban las fuerzas, y una y otra vez tenía que refugiarse en el rincón de la cómoda cobardía.

Conocía muy bien los planes de Antonio era lógico esperar que cualquier día abandonaría la casa, pero, que lo hiciera tan precipitadamente le resultaba algo extraño.

Creía conocer bien al muchacho y sabía que era un hombre noble, y por tanto, agradecido. Nunca abandonaría a las dos mujeres, y menos, inmediatamente después de la trágica muerte de Emilio, tenía que tener una buena razón y esa razón tenía que ser algo muy evidente. Se preguntaba: ¿Qué había cambiado últimamente?, ¿Qué había alterado a Antonio para que éste tomara la decisión de marcharse tan precipitadamente? Sólo se habían producido tres acontecimientos capaces de alterar la tranquila vida de la comarca: La trágica muerte de Emilio, su entierro y la presencia de unos feriantes en el pueblo. Tenía que ser algo relacionado con los feriantes lo que podía haber obligado a Antonio a salir a toda prisa con dirección a las montañas.

Se sentó en una piedra y se recostó en el aljibe, al rato oyó claramente el sonido de los cascos de dos caballos que se acercaba a la casa.

Extrañado, por lo que suponía una inesperada visita, comenzó a rodear la casa para ir hasta la fachada principal, a un par de metros de la última esquina, le detuvo la voz de un hombre, que se dirigía a Teresa y cuya locuela* creyó reconocer. Era una voz singular que le resultaba familiar.

Palabras gastadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora