Doce menos cuarto

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El cielo parecía demasiado pequeño para albergar tantas estrellas. La luna, aquel trozo de hueso pulido por las manos de un Artesano cansado, derramaba sobre la torre los destellos de un astro que ha visto demasiadas muertes.

Matthew estaba allí, en lo alto de aquella torre, contemplando con ojos vacíos aquel fantasma pálido.

«Oh, diosa Selene, si tú supieras... —le dijo a la luna—. Si supieras los trucos malsanos y torcidos que han tenido lugar en este castillo. Podría contarte historias que te teñirían de sangre. Pero no podrías gritarle al Artesano del Mundo todos los crímenes que ha cometido mi amo. ¿Te creería? Lo dudo. Porque tú no puedes ver a través de estos muros. Tú estás allí, muda e inclemente, divirtiéndote con sus trucos de magia macabra.

»Podría contarte acerca de la primera noche en que lo vi. Era Navidad. En el orfanato me habían elegido de nuevo para representar al ángel Gabriel y me habían vestido con una larga túnica blanca. Me peinaron el cabello. Y por primera vez calentaron el agua para mi baño.

»Cuando llegamos a la iglesia, las familias adineradas ya estaban allí. Las reconocí por sus ropas elegantes, por sus peinados ridículos, por sus sonrisas de lástima. Las mujeres bajaban la vista; los niños nos miraban, curiosos. Algunos reían.

»¿Qué podía hacer yo? Una vez al año, me ocupaba de divertir a los ricos, de ser el ángel Gabriel, de quedarme estático para que sus cámaras de fotos lograran capturar la imagen muerta del pesebre viviente.

»Y entonces, lo vi. Vestía un frac negro y su bastón brillaba, acariciado por las luces de los cirios. Tenía el cabello oscuro y entre sus manos enguantadas bailaba una moneda que él volvió a meter en su bolsillo.

»Gloria a Dios en el cielo; y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor...

»En el momento de la Comunión, se puso de pie. La Virgen María de yeso observaba atentamente, muda, paciente, sorda.

»—Acérquese, monsieur... —le susurré al caballero, desde la tibia y oscura intimidad de mis pensamientos.

Como por arte de magia, el noble se volteó hacia mí. Sus ojos terribles me contemplaron desde la soledad del abismo, desde un océano profundo donde valía la pena ahogarse. Sonrió, y su sonrisa me recordó a la de un muñeco de cera; ensayada, vacía, eterna. Su bastón se agitó en el aire como la varita mágica de un mago, y él se hizo lugar entre el público y comenzó a acercarse. Yo me quedé estático, mucho más de lo que lo había estado jamás. Era una estatua perfecta.

»Fingiendo despreocupación, se paseó por entre nosotros, las figuras del pesebre viviente. Cuando se paró frente a mí, mi corazón comenzó una cabalgata terrible. Yo miraba al suelo, pero quise mirarlo a los ojos. Lentamente, fui resbalando la vista por el terciopelo de su traje, por los botones de plata...

»La moneda cayó sobre mi canastillo. Me estremecí. Me tocaba actuar. Temblando, hice una reverencia ante él y casi pude ver su sonrisa divertida, su sonrisa altanera. Me gustaba. Cayó una segunda moneda. Volví a inclinarme en una reverencia más amplia. Cuando cayó la tercera moneda, alcé los ojos, nervioso. Allí estaban, sus abismos secretos, sus océanos de delirio. Quise inclinarme de nuevo, pero él me detuvo con un gesto.

»Aguanté la respiración.

»Podría afirmar, si la Naturaleza no se ofende, si puede soportarlo, que en ese momento el tiempo se detuvo. Los cirios dejaron de brillar, las miradas se congelaron, los querubines del techo enmudecieron. El tiempo se había desdoblado, se había desplegado como las alas de un buitre, se había revuelto como los vestidos de una novia.

»Un dedo cálido se hundió en mi mejilla y los abismos se abrieron ante mí, susurrándome algo que jamás había oído:

»—Eres demasiado hermoso para estar aquí. ¿A qué has venido? ¿A adorar las estatuas de yeso? Yo adoro la belleza. Yo podría adorarte por toda la eternidad.

Doce menos cuarto (cuento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora