Kevin

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El humo de tabaco viciaba la habitación. La extraña neblina que provocaba tornaba las luces a un tono más opaco. Toda la gente estaba en silencio, observando el ataúd con las lágrimas amenazando por salir de sus ojos o con la mirada desorbitada y perdida en la alfombra. Todo había pasado demasiado rápido, una pequeña falla en el pulmón, nadie a su alrededor y el hombre murió.

Kevin no sabía que pensar, recordaba toda su vida, nada era real; se acababa de dar cuenta de que ninguna fantasía es para siempre y ¿qué es la vida sino la más larga fantasía? Por un instante, se vio a sí mismo, muchos años atrás; siendo un pequeño de cinco años, en ese entonces se dio cuenta de que Papá Noel no existía. Había tardado demasiado en aceptar que todos esos regalos no eran más que el resultado de una travesía secreta de sus padres con la ayuda del amparo de la oscuridad. Ninguno de sus compañeros de la escuela lo sabían. Sus padres habían hecho hasta lo imposible por convencerlo de que todos aquellos regalos eran resultado de su comportamiento a través del año y eran repartidos por un hombre viejo, panzón y jovial que vestía de rojo y viajaba en un carruaje volador jalado por renos. Él no les creyó, aunque si lo fingió por muchos años.

También recordó al pequeño Kevin de siete años, enterándose de que la cigüeña no existía, su maestra había sido la culpable, fueron al menos dos noches de insomnio, de nuevo, sus padre le mintieron, él aprendió a hacerles creer que no sabía la verdad. Pero las crueles revelaciones no acabaron ahí.

A los doce supo que “el pajarito” que le decía todas las maldades que hacía en la ciudad no era más que su anciana vecina que pasaba todo el día asomada a la ventana, cazando a todos los chiquillos que pasaban corriendo tratando de escapar de ojos indiscretos que los pudieran seguir. A los quince se dio cuenta de que su madre no era toda poderosa, que no podía controlar todo alrededor sino que simplemente era un humano más. Cuando cumplió dieciséis logró descubrir que no era difícil escabullirse de su madre y fue entonces cuando comenzó a fumar, oculto entre los árboles de la plaza, en callejones o detrás de los muros de casas abandonadas junto con sus compañeros que querían sentirse mayores.

Tenía dieciocho cuando por fin entendió que no se debe de confiar en todos y que el primer amor no es el verdadero, todo junto; aquella chica con la que había soñado y por la que tantos años había peleado lo cambió antes de que se diera cuenta por el que decía ser su mejor amigo. También se dio cuenta que en momentos  extremos no controlas tus actos, son momentos en que tu mente y tu cuerpo se desconectan, llevándote a otra realidad, lo supo cuando calló en cuenta de que había golpeado y mandado al hospital a su amigo de la infancia.

A los 25, descubrió que la felicidad sí puede llegar fue cuando conoció a la mujer que llegaría a ser su esposa y un poco después entendió que puedes sentirte la mejor persona cuando ve a una pequeña personita, cuando tienes hijos.

Habría pensado que los descubrimientos acabarían cuando se volviese adulto, mayor y maduro. Pero no podía estar más equivocado. A los 45 se dio cuenta de que no se pueden enmendar todos sus errores, lo comprendió cuando sus hijos y esposa se fueron de su casa, abandonándolo, por aquel entonces él prefirió los cigarros, apostar con sus colegas y seguir buscando consuelo en lechos de jóvenes mujeres, pero pronto cayó en cuenta de lo que perdió. Junto con sus 50 años llegó un descubrimiento que lo marcaría de por vida, de la poca vida que le quedaba, una radiografía le hizo abrir los ojos y entender que aquella señora que de joven le indujo a fumar le había mentido, que aquellos pequeño palitos rellenos de tabaco sí hacían daño, había comenzado con tos, después le costó cada vez más respirar, finalmente se decidió a ir con un doctor y la respuesta a sus dolencias le había helado el cuerpo: cáncer de pulmón, sus días estaban contados. Fue entonces cuando comenzó a contar todos los errores de su vida, todas las acciones que lo habían llevado a estar solo en esos momentos en que se perdía entre un remanso de miedo profundo.

Solo pasaron cinco años, llenos de esperanza rota, dolor, vómitos y soledad hasta que se dio cuenta que a lo único que se atenía tampoco sería para siempre. Primero fue un ataque de tos mientras estaba tumbado en su cama del hospital, lleno de tubos, algo normal, pero un dolor agudo atravesó todo sus pecho, cerró los ojos, apretándolos, tratando de hacer todo eso desaparecer, su última oportunidad era una operación que estaba esperando, pero jamás llegó a saber si habría servido, su vida escapo lentamente cada vez que expulsaba aire violentamente y no tardo mucho antes de oírse el constante bip que indicaba que ya no quedaba nada que hacer. La vida también acaba, es lo único a lo que tenemos certeza desde que nacemos, pero nadie lo quiere creer. Kevin no se lo quiso creer hasta que se vio a sí mismo, pálido, rodeado de enfermeras que retiraban los cables y se llevaban el cuerpo. En ese momento no había entendido que pasaba, solo sabía que no se quería separar de sí mismo.

Nadie lo reclamo, no era su espíritu ni su mente, era Kevin, era la energía de Kevin lo que quedaba a su lado y que no se quería separar. Pasó al lado de su disfraz de vida tres noches en la morgue hasta que su ex-esposa llegó a llevárselo. No lloraba, solo lo veía con asco mal disimulado.

 Y ahora estaba ahí, vagando por la habitación, eran muy pocos asistentes, un par de sus compañeros que trabajaban con él en la fábrica, sus hijos con sus respectivas familias, ninguno de aquellos que se hicieron llamar sus amigos en vida y que le sacaban dinero con juegos de cartas, ninguna de aquellas mujeres que lo habían llevado a través de la lujuria. Estaban las versiones viejas de sus compañeros de travesuras juveniles y de escapadas a fumar y tomar. Los asistentes no pasaban de veinticinco.

Llegó el momento en que la gente se paraba a hablar de él, delante de la enorme foto en la que ya se veía demacrado y enfurruñado. Todos repetían las mismas frases “Era un gran hombre.” “La mejor persona que he conocido.” “Nada será igual sin Kevin.” <<Hipócritas>> les habría querido gritar, ¿Por qué no le habían dicho todo eso en vida? ¿Cuándo les podía responder? ¿Cuándo podía cerrar sus ojos para guardarlo en su memoria?

Muchas flores rodeaban el féretro, jamás le habían regalado flores en vida, hacía mucho que no le había regalado nada en realidad. Como habría deseado patearlas, lanzarlas a las caras de los presentes. “Te extrañaré, papá” dijo entonces su hijo mayor, algo en su voz hizo creerle y de nuevo deseó poder estar vivo para abrazarlo y decirle que él también.

Pero su último descubrimiento llegó entonces, algo que su padre le había dicho de joven: los hubiera, los habría no existen. Se debía de pensar antes de actuar, se debía saber pedir perdón en el momento adecuado y a tragarse el orgullo por que llegaría un momento en que desearás haberlo hecho, pero para ese momento de nada servirá.

En el fondo de sí esperaba encontrarse con un nuevo descubrimiento, jamás había sido religioso, pero no sabía qué hacer a continuación, quería irse de ese lugar al que ya no pertenecía más. Quería alejarse de los vivos.

Se movió detrás del ataúd, no sabía si estaba acurrucado, no sabía si tenía alguna clase de cuerpo que pudiera sentarse. Nadie lo veía y no lo podía preguntar. Simplemente esperaba, con paciencia porque no le quedaba nada más, a que se abriera el cielo o quizás el infierno, a que apareciera la parca y se lo llevara, pero no sucedía nada, las velas a los lados de su cuerpo se derretían, las horas pasaban. Finalmente la gente se comenzó a retirar, sus hijos fueron los últimos, se acercaron a su traje carnal y se despidieron de él. Y por primera vez en muchos años, quiso llorar o gritar, quiso desaparecer, por que esta era una soledad muy distinta, y no quería seguir sintiéndola.

Cuentos de plumas de ganzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora