Solo un sueño

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Eran mediados de abril y todo estaba silencioso, solo se escuchaba el llanto de una mujer a la lejanía. Estaba en las ruinas de una casa; las jacarandas alfombraban la calle; el brillo de la luna se colaba por un hermoso vitral que se encontraba en la parte superior. La imagen del vitral se reproducía en el mosaico inferior, o al menos eso se podía adivinar; estaba atravesado por una grieta por donde fácilmente cabría una persona. Él decidió entrar por esta.

Al bajar se encontró con una hermosa mujer, joven, sentada de espaldas a él. En medio de las ruinas, impasible, como si no se diera cuenta de que su vestido morado estaba descolorido y roto por el cruel pasar de los años. La única iluminación la proporcionaba una pobre vela cuya cera se escurría lentamente sobre la mesa que también fungía de asiento para la joven. La luz era pobre, las sombras bailaban en las paredes de una manera macabra, pero él solo la podía mirar, mirar sus fluidos movimientos; solo miraba su mano, blanca como la porcelana, decorada por un anillo que brillaba como si no pasasen los años sobre él.

‒ ¿Bailamos? ‒ preguntó, mirándolo con su rostro de muñeca. Él solo asintió con la cabeza.

Bailaron por horas, sus cuerpos se acoplaban y sus pasos seguían el ritmo de una música inexistente que sonaba en la cabeza de ambos, como si estuvieran conectados de alguna manera. Giraban. El vestido de ella giraba con gracilidad, como si fuera una flor abriéndose bajo el sol de primavera. Él quería ir más y más rápido, seguir bailando, sus pies parecían volar, apenas rozaban el suelo; no se cansaba.

Y así, en sus cabezas, como inició la canción al unísono; sonó el último acorde, dejando a quien lo escuchara a la espera de más de aquel ritmo tan maravilloso que hacía que el corazón se acelerara y diera vueltas como bailarina de ballet.

Se separaron, la mano suave de ella se resbaló de entre las manos de él como si fuera agua que trata de ser retenida. Él la miró e hizo una pequeña reverencia a modo de despedida y agradecimiento. Ella tomó su roído vestido y lo alzó levemente, respondiendo a la reverencia. Él salió de la grieta, sonriendo; como aquella persona que cree en el amor a primera vista, como aquel que cree que tiene un destino seguro.

Él regresó al día siguiente, repitiendo el recorrido del día anterior. Se escurrió por la grieta y de nuevo se encontró con la bella dama. Una vez más ella extendió la mano y bailaron con la música de nadie, que no se oía en ningún lado, más que en sus cabezas. Horas pasaron girando, sonriendo, tomando sus manos, uniéndose como si fueran un par de siluetas a la luz de la luna, como si fueran las formas de aquél cráter que tantos poemas había inspirado.

Y una vez más la canción terminó y ellos se separaron con una educada reverencia. Él salió de nuevo de la grita y de la ruinosa casa. Atravesó la calle de hermosas casas donde destacaba notablemente de la que acababa de salir. Él era feliz.

Volvió la tercera noche y la rutina se repitió, una cuarta noche de alegría danzante bajo la suave luz de la luna. Él no podía más que sonreír a los cautos y perfectos movimientos de la joven. Nunca hablaron simplemente bailaron como si no viviesen para otra cosa.

Llegó la quinta noche, pero él no encontró a la joven. Se desesperó, volteó a todos lados, miró la mesa vacía y la vela casi acabada. No había música en su mente, estaba en blanco. Caminó adentrándose más en las ruinas de la casa en busca de quizás un lugar mejor para bailar. Pero no fue ello lo que encontró.

Llegó a una sala idéntica de la anterior, pero esta si tenía luz. Se llevó las manos al pecho al creer que su corazón se saldría de él en cualquier momento. Frente a él se encontraba un esqueleto, con sus dientes como cruel burla. Llevaba el mismo vestido que aquella bella joven que lo había cautivado en las últimas noches. Su mano que tantas veces le había extendido estaba recargada, ahora hecha todo de huesos y sin ningún rastro de piel, en la mesa y decorada con aquel anillo que parecía inmortal.

Su piernas temblaban, a pesar de ello el corrió como condenado, corrió a toda la velocidad que su corazón desbocado le permitía. Se sentía en un laberinto, por más que se moviera jamás llegaba a la salida. De nuevo llegaba a la sala del esqueleto. Estaba al borde de la desesperación, su cordura parecía a punto de desaparecer. Hasta que llegó a la primera sala, y ahí estaba ella, tan hermosa como siempre, con su enigmática faz mirándolo desde su asiento, como si nada de lo anterior hubiese pasado. La vela volvía a alumbrar lúgubremente y ella de nuevo se paró y extendió su mano. Una pieza de baile más, suplicaba con su mirada. Él no se la pudo negar y de nuevo la música comenzó a sonar, de nuevo bailaron como uno solo durante tanto tiempo que ninguno jamás sabrá cuanto fue en realidad.

Pero como todo lo bueno, acabó. Al sonar el último acorde, algo dentro de él le dijo que sería la última ocasión. La mano de ella se volvió a resbalar con la delicadeza de las alas de una mariposa; pero él no la quería dejar ir, él no quería que nada de eso acabara. Ella hizo la reverencia acostumbrada pero a diferencia de los demás días, sonrió y abrió los labios.

‒Gracias‒ susurró con dulzura. Tomó todo lo que había en la mesa, lo cargó en sus brazos con habilidad  y nunca volvió la mirada ni los pasos.

Él ya no pudo más, sus piernas temblaron, calló de rodillas. Su cuerpo se convulsionó como una inoportuna advertencia hasta que la primera lágrima corrió por su mejilla izquierda. Soltó un sollozo a la luna, al cielo, maldiciendo a la vida, desesperado y ahogado en dolor. Estuvo, no supo cuánto, en esa posición hasta que logró recobrar algo de compostura. Con los puños apretados se levantó y comenzó a andar en dirección a la salida de la grieta.

A partir de ese día, por mucho que le doliese aceptarlo ante los demás. Por muy difícil que las palabras salieran de su boca (o simplemente nunca lo hacían) se dirigía cada noche a la ruinosa casa, se encontraba debajo de vitral, se paraba en el mosaico gemelo, pero la grieta nunca estaba. Ahora podía ver la imagen exactamente igual en el cristal y en el suelo, pero eso solo le hacía sentir una profunda punzada de tristeza.

De nuevo se escuchó el llanto de la mujer, perdido en el profundo silencio, de un recóndito lugar que ni siquiera figuraba en la casa.

No.

No era un llanto de mujer. Era un llanto de hombre. Era su llanto…

Despertó con los ojos abnegados en lágrimas, sus mejillas empapadas y la almohada desagradablemente húmeda. “Sólo fue un sueño” se repitió miles de veces en el corto tiempo en el que se levantaba de su cama y se secaba con la camisa del pijama las lágrimas que le hacían el rostro más pesado.

‒Solo fue una pesadilla‒ susurró, a pesar de que el dolor, la tristeza y también la antigua felicidad habían sido tan reales…

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⏰ Última actualización: Mar 28, 2014 ⏰

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