Los Demens

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El cielo estaba nublado, de un color tan gris que opacaba el pueblo. Lo hacía lucir triste, lúgubre. Lo sumergía en un mar de miseria y de penumbra. Los rostros de la gente carecían de alegría, como si hubieran perdido la capacidad de sonreír o como si nunca la hubieran tenido. El viento no soplaba. No hacía ni frío ni calor, el clima era neutral. No llovía, ni siquiera había un fino hilo de luz natural. No había sombra, no había nieve. Nunca se reportaron accidentes de tránsito, asesinatos o suicidios. Los desastres naturales jamás lo afectaron. Los parques siempre estaban solitarios. Las calles andaban vacías, ni una minúscula partícula de polvo se paseaba por ahí. En las escuelas los maestros se limitaban a hablar como robots y los estudiantes a escucharlos sin pronunciar palabra, sin moverse. Casi parecía que no parpadeaban... o respiraban. En los hogares solo se escuchaba la radio de vez en cuando. De día no había ni un alma, por las noches parecía un pueblo fantasma. Hasta su nombre era raras veces mencionado y cuando alguien hablaba sobre Pensamiento, bautizado así porque era el único lugar en donde crecía esta especie de flor, las personas fruncían el ceño o se miraban mutuamente preguntándose de qué diablos se está hablando y cuando se les explicaba que se trataba de un pequeño y remoto pueblo ubicado a 120 Km de la ciudad, nadie prestaba atención o si lo hacían se les olvidaba de inmediato.

Para Cristina fue similar. Esta era la primera vez que escuchaba a alguien hablar sobre Pensamiento, y ese alguien tuvo que ser Soledad, su madre.

Ya habían pasado dos meses y medio desde la muerte de su padre y se quedaron sin dinero. La única solución era mudarse a aquel pueblo desconocido y por ende el más barato que existía en toda la comarca. Todo tenía un costo tan bajo que la vida era relativamente buena. La gente vivía bien, sin preocupaciones, sin deudas. Era el refugio perfecto para una mujer en bancarrota y para su hija que empezaba a conocer el mundo.

Cristina miraba el desolador paisaje de Pensamiento a través de la ventana del auto y sintió una corriente en la espalda. Sus ojos azules se iban opacando a medida que se adentraban al pueblo. Amaba a su madre y estaba dispuesta a apoyarla en cualquier decisión que tomara, pero aún no lograba entender por qué ahí, por qué debían mudarse al lugar más solitario, triste e inquietante de todos.

-¿Verdad, Cris?-preguntó Soledad. Estas fueron las únicas palabras que logró escuchar del extenso discurso que daba su madre con respecto a lo divertido que sería conocer nuevas personas y a hacer nuevos amigos y etcétera, etcétera.

Cristina se desprendió de su mente para prestar atención. Balbuceó al procesar la pregunta y no saber qué responder. Soledad suspiró agotada.

-Mira, sé que los cambios son difíciles –dijo-, pero debes entender que son necesarios. Y... son buenos. Harás nuevos amigos y será increíble.

-Lo sé, mamá. Entiendo. No me molesta mudarme, es solo que...

-¿Qué?

-Que... extraño la ciudad.

Soledad esbozó una sonrisa cómplice.

-No quiero que te sientas abatida. Solo... promete que lo intentarás, ¿sí?

Cristina asintió, volvió a ver a través de la ventana y se adentró nuevamente en sus pensamientos. Soledad continuó el recorrido y sintió una extraña punzada en el pecho.

Al llegar a Pensamiento, estacionaron el auto y desembarcaron de él. Su casa era la tercera. Cristina pudo imaginar un pueblo enorme, repleto de casas, edificios y niños por doquier pero se sorprendió al ver que no había tantas fachadas como esperaba, no había edificios ni gente, mucho menos niños. El pueblo consistía en veinte casas completamente iguales y alineadas con la calle. Al final había un único edificio alargado con una bandera en lo alto, una escuela. Al otro lado una iglesia y junto a esta un parque. A parte de tiendas y uno que otro quiosco, no había nada más. El pueblo era en serio diminuto, con razón muy pocos conocían de su existencia.

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