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Casi sin aliento, caminaba a lo largo de la autopista desierta. Hacía horas que había perdido de vista a los soldados, pero continuaba avanzando inexorable, casi a rastras por culpa del agotamiento. Había salido corriendo del palacio en pos de los camiones, los había perseguido calle tras calle, hasta que los faros traseros empezaron a perderse en la lejanía. Horas después, con las bailarinas destrozadas, me dolían los pies de tanto caminar. Con todo y con eso, debía continuar. Sin apartarme de la carretera, seguía el rumbo que habían tomado los camiones la última vez que los había visto. De vez en cuando me llegaba el tufo de la gasolina y comprendía que iba por el buen camino. Ya nadie tenía vehículos aparte de la familia real... y Cornelius Hollister.

  No sabía cuánto trayecto llevaba recorrido. El Támesis me servía de guía. Por raro que parezca y aunque hedía a agua estancada y a basura, su reconfortante presencia, una sombra oscura a mi izquierda, me tranquilizaba. La posición del río me indicaba que avanzaba en dirección sudoeste. 

A mi alrededor se extendían las desoladas afueras de la ciudad. No había gente a la vista ni luces en la carretera. Un grupo de ratas cruzó la calle antes de escabullirse por una alcantarilla. Me estremecí. El vestido color melocotón apenas me protegía del viento cortante que soplaba desde el río. Estaba helada; había perdido el jersey de Jamie en algún momento de la huida. Jamie. Me flaquearon las piernas al pensar en la expresión de mi hermano cuando se lo habían llevado. No obstante, sacudí la cabeza para ahuyentar el recuerdo. No podía pensar en lo sucedido la noche anterior, aún no..., porque cuando lo hiciera, cuando afrontara el hecho de que mi padre había muerto y mis hermanos habían sido capturados, tendría que llorarlos. Y en aquel momento no podía hacerlo. No podía detenerme. 

  El rumor de unos neumáticos que avanzaban por la calzada sonó a mi espalda. Por una milésima de segundo, me di el lujo de albergar la esperanza de que fueran las fuerzas reales, que acudían a mi rescate, pero era muy consciente de la realidad. Ya no había fuerzas reales. Corrí a un lado de la carretera y me escondí en la lóbrega entrada de un edificio tapiado, con la esperanza de que no me hubieran visto. 

Pasó un camión a toda velocidad en la misma dirección que yo había estado siguiendo. Lucía una pintada negra con un mensaje idéntico al que había leído unas horas antes: El nuevo soberano se ha alzado.

Eché a correr tras él, pero reduje la marcha a los pocos pasos. Cualquiera de aquellos camiones me guiaría hasta el campamento de Cornelius Hollister, pero jamás podría llegar a pie.

La próxima vez estaría preparada.

Una bandada de palomas sobrevoló el Támesis rumbo al oeste

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Una bandada de palomas sobrevoló el Támesis rumbo al oeste. Una ráfaga de viento me golpeó con tanta fuerza que tuve que agarrarme a un pilar de acero del puente y protegerme los ojos de la ceniza. Luego, tan repentinamente como había empezado, cesó. El aire volvía a estar quieto. El viento, sin embargo, había transportado el pútrido hedor de la basura hasta el lugar donde yo estaba. Reprimí el impulso de taparme la nariz y caminé hacia la ribera. Barcazas de basura habían surcado las aguas del Támesis en el pasado; tal vez los montones de despojos incluyeran algo aprovechable, y en cualquier caso no podía presentarme en el campamento de la Nueva Guardia vestida de noche. Me estremecí mientras recorría la orilla. A lo lejos distinguí una barcaza roja y negra, abandonada junto al margen del río. Una tormenta la había arrastrado a tierra. La basura se amontonaba en hediondas pilas entre bolsas de plástico rotas. Atisbé, a la luz mortecina del amanecer, unas figuras que se movían entre las montañas de desechos, agachándose de vez en cuando. Eran los Recolectores, personas marginadas y sin hogar que sobrevivían a base de rebuscar entre los tristes restos de la época anterior. Las cosas aprovechables disminuían año tras año. ¿Qué sería de ellos cuando no quedara nada que rapiñar?

Era la primera vez que veía a los Recolectores. No salían hasta después del ocaso. Me agazapé para observarlos. Temblaba como una hoja, cubierta tan solo por aquel vestido fino y empapado. Tenía los brazos congelados, los dedos insensibles. No podía seguir así. Si quería sobrevivir, debía unirme a ellos. Avancé pegada al margen del río para poder escaparme corriendo de ser necesario, y caminé despacio hacia la barcaza.

Entre la niebla suspendida sobre las aguas, los Recolectores hurgaban en los montones de basura. Estaban delgados pero parecían peligrosos, como siluetas talladas a cuchillo. Varios hombres transportaban fragmentos de cañerías con movimientos tensos, listos para atacar en cualquier momento. El viento empujaba trozos de basura a su alrededor; una ráfaga sacudió una tumbona de plástico, que fue a parar al río y se quedó allí flotando.

—Viene alguien —exclamó una chica, y todas las cabezas se volvieron a mirarme al mismo tiempo.

Varios pares de ojos oscuros me taladraron. Una mujer mayor de expresión fatigada levantó un trozo de cañería con gesto amenazador. Sus zapatos atrajeron mi atención; había cortado las punteras para hacer sitio a los dedos de los pies. Supuse que era mejor llevar unos zapatos pequeños que no llevar ningunos.

—No busco problemas —grité con las manos en alto.

Una joven de pelo rubio, casi blanco, salió de detrás de la mujer empuñando un palo de hierro con la punta afilada. Lo empuñó como una lanza, directo a mi pecho. Di un paso atrás.

—Por favor —supliqué—. Solo busco algo de ropa. Para calentarme.

La joven miró a un hombre de pelo canoso, como preguntándole; él asintió despacio. La muchacha bajó el arma.

—Cinco minutos —accedió el jefe—. Estás en nuestro territorio y no nos gustan los intrusos.

Se dieron la vuelta como un solo hombre y se alejaron de mí.

Temblando a más no poder, rebusqué entre bolsas de plástico rotas, mojadas y cubiertas de hollín. A pesar del frío, desprendían un olor nauseabundo. Saqué una botella rota, envases de bebidas, paquetes de plástico, cartones de zumo, un ordenador destrozado que rezumaba líquido marrón como sangre que saliera de su carcasa plateada. Todo estaba empapado, enmohecido, podrido. Derrotada, me quedé mirando aquellos montones inservibles.

Me rodeé el cuerpo con los brazos para darme calor. Tenía las manos tan agarrotadas que no era capaz ni de moverlas para seguir buscando.

—Estás temblando. Tienes los labios morados —oí decir. Alcé la vista y vi a la chica rubia de antes. Llevaba algo en los brazos—. Toma, ponte esto.

Dejó caer un fardo de ropa a mis pies. Quise darle las gracias, pero tenía los labios demasiado ateridos como para hablar siquiera. Cogí las prendas a toda prisa. Me puse un jersey de lana y unos pantalones de hombre tan largos que arrastraba los bajos.

—Gracias —dije. Tenía que hacer esfuerzos para pronunciar—. Por favor, ¿podrías decirme una cosa? Los camiones que pasan por aquí, esos que llevan pintadas... ¿los viste? ¿Sabes adónde van?

  Mirándome fijamente, asintió. 

—Pasan cada pocas horas por aquella carretera, la del otro lado del muro. Cuando los oigas, escóndete. Si te ven, te capturarán. Y si te capturan, no te soltarán nunca.

Se dio media vuelta para marcharse.

—¡Espera! —le grité—. Por favor, espera.

Me llevé la mano al pecho buscando el tacto frío del guardapelo. Se me había olvidado quitármelo. La fotografía de mi madre y mi nombre grabado, Elizabeth, me delatarían al instante. Con las manos en la nuca, desabroché la cadena y la dejé caer en la palma de mi mano. Luego abrí el medallón una última vez para ver la foto. De nuevo me veía obligada a despedirme de algo mucho antes de estar preparada.

—Por favor, cuídalo —le rogué a la joven cuando se lo tendí. El oro destelló a la luz mortecina.

Ella lo contempló sorprendida, como si jamás en la vida hubiera visto algo tan hermoso. Luego asintió.

—Buena suerte.

Sin añadir nada más, salió corriendo hacia las montañas de basura, donde la esperaban el resto de los Recolectores. Cuando levantaba la mano para decirle adiós, oí un motor a lo lejos. Me encaramé a lo alto del muro y aguardé allí en cuclillas, procurando pasar lo más desapercibida posible. El camión se acercaba por mi derecha, cargado de harina y otros alimentos. No me costaría nada saltar al interior de la caja. Contuve el aliento, esperé a tener el vehículo justo debajo y salté. 

LA ÚLTIMA PRINCESADonde viven las historias. Descúbrelo ahora