Capítulo 3

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El sol empezaba a asomar tras el pesado manto de nubes cuando llegamos por fin al castillo de Balmoral.

—¡Eliza! ¡Jamie! —la voz de Mary resonó en el silencio.

—No le digas nada —le recordé a mi hermano pequeño—. Lo has prometido.

—Ya lo sé —repuso él con voz trémula.

—Jamie, tienes que saber una cosa—Reduje el paso de mi caballo hasta quedar a su altura—Quiero que entiendas que antes nadie se comía a otras personas. Antes de los Diecisiete Días, los Merodeadores no existían. Debes creerme si te digo que las cosas van a mejorar —pensé en su inconsciente excursión al bosque, a solas— En el mundo hay personas buenas. Nosotros pertenecemos a ese bando. Si nos rendimos o nos escapamos, los malos ganan.

Jamie asintió con los ojos abiertos de par en par. Mary se acercó al galope y tiró de las riendas con fuerza para frenar

en seco. El pelo suelto le caía en

desorden sobre el rostro, y tenía la tez marfileña arrebolada por el frío y el esfuerzo.

—¿Dónde os habíais metido? —nos riñó mirándonos a los dos—. Os hebuscado por todas partes. El tren sale dentro de una hora. ¿Acaso habéis olvidado que hoy volvemos a casa?

—Es que…

—¡Jamie! Sabes perfectamente que no debes salir de tu cuarto —continuó sin molestarse en escuchar mis excusas—Tienes que cuidarte. Se volvió hacia mí con los ojos entornados.—¿Por qué se lo has permitido?

Reprimiendo el impulso de sincerarme y contarle lo que había pasado, repuse:

—Ha sido culpa mía. Como era el último día, queríamos que fuera especial y…

—No, la culpa ha sido mía —me

interrumpió Jamie—. Le supliqué a Eliza que me llevara a montar a caballo.

—Mientras yo limpiaba la casa y

hacía las maletas, como de costumbre — suspiró—. Espero que no os hayáis acercado al bosque.

—¡Claro que no! Solo hemos cabalgado por el prado.

Detestaba mentirle a Mary, pero a veces no tenía otro remedio.

Ella me miró con una expresión algo más relajada.

—¿Es que no sabes lo mucho que me cuesta cuidar de vosotros?

—¡Tú no eres nuestra madre! —le espeté enfadada, y de inmediato me arrepentí.

—Bueno, pues alguien tiene que

comportarse como tal —repuso Mary con voz queda.

Quise disculparme, pero ella ya se alejaba al trote.

Volviendo al castillo vi a George, el vigilante. Había desatrancado las puertas de acero del cobertizo y retirado la gruesa cadena de metal que las mantenía cerradas. Los depósitos de gasolina estaban allí, vigilados por perros guardianes, tan seguros como era posible teniendo en cuenta la falta de electricidad.

El todoterreno negro que usábamos para ir y volver a la estación del tren aguardaba junto al cobertizo. Observé

cómo George introducía el pitón de la manguera en el depósito del vehículo con ademán sombrío. Resonó el lento goteo de la gasolina, audible incluso

desde donde yo estaba.

—Casi no queda, ¿verdad?

George se volvió a mirarme y me di cuenta de lo mucho que había envejecido en aquel verano. Tenía las mejillas huecas y una expresión agobiada que nunca había estado ahí.

LA ÚLTIMA PRINCESADonde viven las historias. Descúbrelo ahora