Los ojos amarillos vuelven a aparecer entre la oscuridad. El frío de la habitación se torna palpable e inquietante. Mis manos se adormecen, cada instante voy perdiendo el tacto. No siento mis manos, ni mi rostro, ni mi cuerpo. Soy un ser volatín que está sumido en la oscuridad, atrapada por siempre en un infierno, capacitada para observar esos ojos amarillos que lucen tan cercanos.
Entre la nada algo susurra mi nombre. El eco va en aumento, los susurros ahora son gritos. Para contrarrestar los otros, pego un alarido al borde de que mis oídos estallen, adoloridos por el volumen. Un zumbido se aloja en mi cabeza, uno que me inmoviliza tirándome al suelo con el puro movimiento de mis lágrimas resbalando por mi sien.
Trato de respirar, entrecortadamente, pero me voy a pagando...
Estoy muriendo lentamente en un bucle oscuro, frío y tortuoso.
Un viento pasa sobre mí, como un suspiro, seguido del silencio.
«¿Este es el final?»
Una sonrisa acompañada a los ojos dice lo contrario. La sonrisa se transforma en un gruñido; puedo ver sus colmillos brillantes como el mismísimo oro.
Es Rehon.
Intento gritar del horror, de verdad lo intento, pero no puedo. Mi cuerpo no reacciona, solo puedo sentir sus manos apretar mi cuello y su aliento vomitivo mezclarse con el mío.
—Reese...
Un graznido me saca de la pesadilla.
Abro mis ojos; comienzo desorientada y luego me tranquilizo al notar que me encuentro en mi habitación, recostada en mi cama. Sin embargo, la sensación es extraña. El sentido de pertenencia ha muerto con aquella pesadilla tan vívida.
En la anchura de unos hombros altos, puedo ver al progenitor del graznido: es un cuervo, el cuervo de Zyer reposando sobre él.
La fluidez de los movimientos que posee Zyer hipnotiza, por eso al agacharse y comprobar que todo esté en orden, me asusto. A su lado me siento vulnerable, como un maldito bicho en la tela de araña.
Si Zyer es un intermedio, ¿dónde pertenecía? ¿Al cielo o al infierno?
Ese un motivo mayor por el que temer, nada desacredita que él esté detrás de Rehon o ambos sean cómplices.
—¿Qué demonio me hiciste firmar? —le pregunto una vez sentada en la cama. Sin honoríficos, sin palabras razonables.
La parte que se cuestionaba todo esto ha muerto.
—Hicimos un trato.
No es la respuesta apropiada, mucho menos la que me esperaba.
—Para saldar tu cuota —afirmo y todo me tiembla.
—Eso no es de tu incumbencia, Reese.
—Claro que lo es, ahora soy parte de tu mundo —farfullo—. Ahora te pertenezco a ti. ¿Es así o no lo es?