Cuando los padres de Susan murieron, la pequeña jamás llegó a pensar que su vida pudiese ser más desdichada. Jamás volvería a recibir el amor que su madre le daba, los interminables abrazos que le acariciaban la piel y aquella sonrisa que se le pegaba, aquella risita que tenían las dos con la cual las lágrimas acudían a sus ojos. Jamás volvería a ser arropada por su padre, ni volvería a escuchar sus dulces cuentos de las noches. Recordaba con añoranza cuando su padre le leía el libro de la Caperucita Roja, y con su voz de lobo le arrancaba una sonrisa. Jamás volvería a disfrutar esos momentos, porque sus padres estaban muertos.
Pero se equivocó. La muerte de sus padres fue tan solo una puerta a un mundo desdichado, en el cual los problemas debía afrontarlos ella misma. Se sentía como una mierda, aunque era tan pequeña que todavía no entendía aquella expresión. Con seis años no se debe perder a ningún ser querido. Y ella ya no tenía a nadie, estaba sola en un mundo que la devoraba lentamente, que la consumía y la podría.
Cuando su familia adoptiva le proporcionó una cama sobre la que dormir y un plato en la mesa, pensó por un instante que los días volverían a brillar, que el sol derrotaría a las oscuras nubes del cielo y la esperanza dejaría las maletas allí mismo. Al conocer a sus nuevos padres se dio cuenta de que la vida puede ser una auténtica putada. La madre, pese a ser bella por fuera, tenía un alma podrida, consumida por las pastillas, las drogas y el alcohol. Era una puta. Se pasaba el día entero haciendo el amor sobre el sofá delante de la muchacha, sin importarle que una pequeña de seis años estuviese presenciando la escena. Y luego estaba su padre, un alcohólico que no sabía siquiera como se llamaba la hija a la que acababan de adoptar por la subvención del estado, y era incapaz de pasarse dos horas sin su fiel amigo Jack Daniel’s.
Sin embargo, no todo era una mierda. Tenía una hermana adoptiva, que estaba igual de asustada que ella. Sus padres también habían muerto, pero no su espíritu valiente, capaz de soportar los insultos de su nueva madre y lo que su padre le hacía por las noches. Susan no sabía los términos correctos para describir a sus nuevos padres, así que simplemente les veía como monstruos. Los veía como las amenaza contra las que sus padres la habían estado protegiendo. Pero ellos no estaban. Ahora habían monstruos en su casa, y eso le daba miedo.
Susan dormía en una lúgubre y oscura habitación en al cual reinaba el miedo por las frías y perturbadoras noches. Su hermana adoptiva dormía en otra cama en la misma habitación. Susan no sabía la razón, pero veía a su hermana como una figura protectora, y aunque apenas tuviese trece años, sentía como la muchacha la defendía de los monstruos. Hasta una noche.
El alcohólico abrió pesadamente la puerta, soltando gemidos y lanzando hipos debido a la borrachera. Susan abrió lentamente los ojos, y vio a su nuevo padre frente a la puerta. La luz de la luna hacía que su rostro brillase. El hombre seguía allí, quieto, lo cual hacía estremecer a Susan. La pequeña supo que estaba en peligro, pues el monstruo estaba en su cuarto, de noche, a oscuras, y borracho. Sus piernas temblaban bajo las sábanas, la piel se le puso de gallina y se tapó la cara disimuladamente con la manta. En ese instante escuchó los pesados andares del individuo, que pasaban de su cama para ir a la de su hermana. Ella estaba en peligro. El monstruo iba a por ella, debía avisarla.
Pero las lágrimas acudieron a sus mejillas al sentirse impotente ante un hombre adulto. Aguardó bajo las mantas, en silencio, conteniendo la respiración para escuchar mejor. Oyó como el colchón de su hermana crujía bajo un peso. ¿Que sería? Al acto se escuchó una voz, la de su hermana. Era ella. No podía oír bien debido a los fuertes latidos de su corazón, pero logró escuchar la suplicante y temblorosa voz de la muchacha, que parecía estar forcejeando sin éxito con el hombre. ¿se estarían peleando?
Escuchó a su hermana suplicarle algo al personaje. Decía algo como “Por favor, hoy no”, y algo más “Déjame en paz”. Lo decía entre gemidos de pánico y miedo, pero sin resultado. El individuo, con su pestilente olor a cerveza y con su agresivo acento, gruñía. Susan tenía miedo. Mucho. Lentamente fue sacando la cabeza para ver lo que pasaba. No se veía muy bien, pero los rayos de la luna permitían ver la silueta del hombre, negra, oscura, penumbrosa, tétrica, y a su lado la de la joven, mejor iluminada por la luna, blanca, inocente. Pero el mal acabó venciendo al bien. Los brazos de la muchacha cayeron rendidos ante el colchón, al igual que sus gemidos. El hombre gruñó y se acercó a ella. Susan no distinguió bien debido a la oscuridad, pero juraría que su nuevo padre se había bajado los pantalones. Se produjo un eco perturbador y seco al chocar la hebilla del cinturón contra el suelo.
“¿Que está pasando? ¿Ese monstruo va a hacerle daño”. Susan quería destaparse, correr hacia su hermana y separarla del monstruo. Pero no se atrevía. Ella era pequeña, y él era grande. Y tenía miedo. Jamás pensó que la oscuridad podría ocultar algo tan horrible como aquel monstruo.
Susan tenía el corazón a punto de salírsele por la garganta, mientras atenta escuchaba los gemidos de la cama de al lado. Eran gemidos de pánico, de horror, de miedo, de impotencia, de placer. Entre gemido y gruñido la joven rogaba que parase, pero el hombre seguía y seguía, oculto bajo las mantas, atemorizando a Susan. ¿Que le estaría haciendo a su hermana? Algo malo, seguro. Podía escuchar sus gritos, y eso la hizo sentirse de repente indefensa. ¿Y si luego iba a por ella?
Pese a que Susan quería apartar la mirada de la penumbra, no podía. Pese a que quería volver a taparse por completo y cerrar los ojos, no podía apartar la mirada de la oscura silueta de su padre. “No! Ese no es mi papá!”-pensó la niña.
Entonces fue cuando más hecho de menos a sus padres. Se imaginó a su padre entrando rápidamente por la puerta. Luego se abalanzaría sobre el catre y atraparía al hombre malo, y las rescataría a su hermana adoptiva y a ella. Por un instante incluso apartó la mirada de la cama de su hermana y miró hacia la puerta. Esperaba, rogaba que su padre la abriese. Pero no paso. Porque su padre estaba muerto y el hombre malo seguía en su habitación.
Volvió de nuevo la vista hacia su hermana. Los continuos crujidos de la cama la atemorizaban, incluso llegó a pensar que se partirían las patas del catre. Quería decir algo, no sabía exactamente el que, pero no podía soportar estarse callada. En realidad, quería interponerse entre su hermana y ese monstruo, pero la imagen de ese ser enfrente suyo, a oscuras, y con su pestilente hedor a alcohol la atemorizó. Tenía miedo.
Todo paró con un gruñido más potente de ese capullo, y luego todo quedó en silencio. Un silencio que atravesó como un cuchillo a Susan y la hizo sentirse culpable de no haber hecho nada para evitarlo. Entonces escuchó como la madera del suelo crujía por el peso del hombre, ahogando los gemidos y llantos de la muchacha. Susan rezó para que la puerta se cerrara tras el monstruo, pero no lo hizo. El monstruo se detuvo a los pies de su cama. La pequeña notaba como su mirada le atravesaba, perforaba las mantas y le llegaba al alma. Tembló de miedo, y más aún cuando le escuchó hablar.
-Susan. Eres muy bonita ¿sabes? –Susan se hizo la dormida, pero su oído estaba más fino que nunca-. Puede que dentro de unos años venga a hacerte una visita.
Tras eso, el monstruo desapareció.
Susan seguía escuchando los lloriqueos de su hermana en la cama de al lado. Pensó en decirle algo, ¿pero que? No se le ocurría nada que decir, estaba asustada. Finalmente, logró articular palabra.
-Katy
Katy se sobresaltó.
-¿Te hemos despertado?-dijo entre lloriqueos.
Susan asintió con la cabeza, pero no supo si ella la veía. Se produjo un silencio mortal entre las dos, fulminante, pero cargado de miedo y pavor.
-¿Quieres que vaya a dormir contigo?-preguntó Susan, aún escondida entre las sábanas.
-No, no, no vengas. La cama...está sucia…Ya voy yo.
Susan escuchó de nuevo el crujir de la madera bajo los pies de Katy, y luego notó su cálido cuerpo en su cama, y se sintió de nuevo protegida.
-Katy –logró decir Susan después de unos instantes-.¿ Que ha querido decir con eso de que me vendrá a visitar dentro de unos años?-no pudo evitar acabar la frase sin que su voz se quebrara.
Katy dudó en responder, pero tras acariciar los rubios mechones de pelo de Susan y enredarlos torno a su dedo, le pasó la mano por la frente y con una voz como la de su madre dijo:
-Tranquila. Nunca dejaré que te haga daño.
Y con eso, las dos hermanas lograron conciliar el sueño.
En ese hogar de putas y alcohol.
ESTÁS LEYENDO
Las luciérnagas también brillan en la oscuridad
De TodoSusan ha perdido a sus padres, y vive con una familia adoptiva. Un padre alcohólico, una madre drogadicta. Una valiente nueva hermana. Y aquella perturbadora noche...