Aún recuerdo la primera vez que nos vimos. Aún recuerdo la primera vez que mis ojos se encontraron con los tuyos. Aún recuerdo cómo todo cambió.
Quizás todavía ignores lo estúpida que me siento cuando cierro mis ojos con pesar: aún recuerdo tu recuerdo. Como dos pesadas losas caen cada noche, bajo el manto de la luna que nunca compartimos, azotándome entre mis sueños, mostrándome lo utópico que es el creer que yo fui tuya. En cada alba que tiñe el horizonte, una línea púrpura cada vez más gruesa me aprisiona, sin dejarme apenas respirar, al empezar mis días con tu memoria. ¿Es pecado soñar con superar la mediocridad? Decidí olvidar por completo respirar para ser feliz como lo era antaño. No quiero aspirar un aire envenenado de realismo, el cual niega estrepitosamente tu presencia.
¿Recuerdas nuestra primera palabra? Fue tan efímera que ni siquiera existió. Rozaste tu boca con la mía, comunicando así a través de nuestros labios palabras que hubieran sido carentes de significado en cualquier expresión. Me acuchillaste como si te hubieras convertido en mi verdugo, el vengador de mis pecados, marcándome hasta la eternidad cambiante.
¿Recuerdas nuestra primera caricia? Tus pupilas revoltosas desdibujaron mi figura y circularon por ella sin reparos, acariciándome de parte a parte con dulzura, con pasión. No necesité tu roce para que el vello de mi nuca se erizara y temblara, creyendo desfallecer. Atravesamos a la muchedumbre entre miradas furtivas, ¿tendrá esto un castigo?, íbamos diciéndonos sin despegar los labios. Me encontraste, te encontré..., y nuestras manos no tuvieron que luchar en absoluto para extenderse en el tacto. Nos encontramos unidos de manera indescriptible, tu piel junto a mi piel, crucificándome con clavos de bronce, uniendo nuestras extremidades ensangrentadas, compartiendo el rojo del pecado original.
Y así, ensangrentada, me miraste, me dijiste que te ibas, que quizás te marchabas para siempre. Qué estúpido puede llegar a ser el género humano al creer que la felicidad no es el castigo más dulce del creador...
Intenté aferrarme a tu presencia ya incorpórea que se perdía entre el ir y venir de las existencias costumbristas, pero resbaló tu agarre ante mi sangre, la cual caía a borbotones y separaba mi blancura de tu tez opaca. Pensé que debía dejar fluir mis lágrimas de la misma forma, sin medida, para conmover tu espíritu errante. Creí que las cuencas de mis ojos se vaciarían entre sollozos desesperados, pero tú las tomaste con un simple suspiro, dejándome invidente.
Tras esto, me dejé caer al suelo, totalmente perdida en un mar de dolor y contradicciones. Mi mente parecía estallar ante lo único que mis sentidos, ya mermados, podían sentir en aquel momento: oía resonar los rápidos latidos de mi corazón a la vez que mi olfato era golpeado con fiereza por aquel líquido espeso que no parecía sanar.
Medité sobre la debilidad de mi moralidad, quizás porque siempre creí que era fuerte, la más fuerte de todas. ¿Qué hubiera sido de mí sin aquel egocentrismo? Hubiera sido una cualquiera, un grano de arena que nunca encajaría entre el inmenso desierto bañado por el sol, ni siquiera entre el oasis del llanto universal. Y luché, juro que luché, pero no lo suficiente. Te extrañaba, echaba de menos tus caricias inalcanzables, tu perfume adictivo, incluso la sombra de tu figura incorpórea.
Te anhelé con tanto ímpetu que olvidé incluso mi nombre, y las aspiraciones por las que tanto había sacrificado desaparecieron por completo. ¿Dónde demonios me encontraba? Mi lugar era el tuyo, aunque tú no tuvieras ninguno. Mi rostro borró su sonrisa, ¿también me habías arrebatado el habla con el mordisco de nuestros besos sedientos?, y uno de mis últimos recovecos sensitivos desapareció: no oí, no escuché nunca más, ya que los sonidos que eran emitidos a mi alrededor, día tras día, se fundaban en una lengua que ya había olvidado después de tus vibrantes susurros.
Logré aferrarme a ti aún más, convencida de que tú eras el milagro, aunque éste me hiciera rasgar en estocadas secas mi existencia. Recordándote así me escondí, imaginando que cualquier día volverías a besarme como aquella vez, creyendo que eras tú el que me incitabas a saltar del vaivén de los restos de mi pasado.
Sin embargo, no fue así: seguí destruyéndome a cada instante, fundiéndome en tus consecuencias, arrastrándome entre el sendero sangriento que marcaba cada día para ver si regresabas. Sin embargo, logré hacerte llamar entre mi llanto aun careciendo de boca, logré verte de nuevo entre la multitud aun careciendo de medios, y mis carencias fueron virtudes junto a ti. Me acariciaste el rostro de la misma manera, aunque algo más comedido, y yo tomé el tuyo con fiereza para comunicarte todo lo que había guardado durante tu censura, naciendo de nuevo la comisura de mis labios al recibirte entre mis brazos.
Y, si mis recuerdos no me fallan, nuestro beso fue largo, aunque tú no pudieras expresar nada, ya que simplemente existías para mí. Te roce, pausadamente, y noté tu frialdad, cómo te desvanecías en la transparencia de tu semblante, pero me até aún más a tu presencia. Hice caso omiso del tiempo, de la ética, del decoro, y ambos nos fundimos en el contacto mutuo, mi carmín pintando tu boca, tus labios decorando la mía, jugueteando en un silencio que era más que místico.
Sentí que éramos extraños en la noche, que bailábamos a un compás que sólo nosotros conocíamos, y que era realmente agradable no tener que encontrarme contigo en la clandestinidad, porque siempre acudías a mi llamada, destruyéndome poco a poco, aunque yo lo ignorase. Quisieron separarnos, pero aferraste mi mano, haciéndome creer que siempre estarías aquí, junto a mí.
Pasó poco tiempo hasta que me abandonaste. Lloré tu ausencia, experimentando nuevos cuarzos opacos que se fortificaban alrededor de mi llanto, como una plaga, y mi corazón comenzó a corroerse en la oscuridad del vicio, en la rutina de aquel que ha perdido el rumbo y vaga entre una tormenta juvenil que abandonó su cuerpo hace mucho tiempo.
¿Cómo seguir si carecía de sentidos? , ¿existía aún mi boca?, ¿qué ocurrió con mis ojos?, ¿tan abandonada estaba? Ignoras cuánto te maldije con la boca tensa, apretando los labios que un día tatuaste, mientras me dejaba hacer por el azar de los besos de otros, con adicción, con obsesión, queriendo sentir de nuevo aquel soplo de vida que recibí cuando nos miramos por primera vez. Pero tú ya no estabas para mí y aquella sensación placentera no volvería nunca más, como la primera vez.
Educándome en los excesos complejos del beber carnal alcancé el cénit de mi propio hundimiento, cavé mi propia tumba en las tierras inundadas por los tragos de mi propia amargura. Perdí la noción del tiempo y la existencia, teniendo que entornar los ojos con esfuerzo para no desvanecerme en el desgarro frenético de mis recuerdos sobre ti. El vicio perdió su pasión, y colmarme la boca con el jugo de otros no me bastó lo suficiente.
Me sorprendió encontrar a personas a mi lado que hacía muchas eternidades que no vislumbraba junto a mí. Les clamé, aunque no me escucharon, les miré, aunque no se percataron de mi presencia, pero me alzaron de mi fango y me tendieron sus manos, ¡corpóreas!, elevándome poco a poco por encima de la alambrada de mis virtudes que se transformaron un día en carencias y que hoy son sonrisa orgullosa.
Entorné una sonrisa cuando mis sentidos fueron recuperando su actividad, a pesar de que sentí vergüenza por los rastros sangrientos del camino que yo misma me tracé, y fue olvidándote, aunque todavía no lo haya conseguido por completo, dándome cuenta de que las ilusiones benevolentes son las más creíbles por el subconsciente, y que tú simplemente fuiste una mentira, un anhelo inseguro, una excusa, un destructor.
Es cierto, no puedo negarlo: quizás el frenesí de tu mirar será inolvidable... sin embargo, mi vida puede valer mucho más que un beso del que fue un humano para mí, pero que, si dejas que la luz se introduzca por los pilares de tus pupilas, no es más que una simple botella, fría, triste, incorpórea, efímera, carente de importancia, vencedora, aunque esta vez vencida.