Capitulo Primero: El idioma de las flores

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Pienso a menudo en la muerte. Como la gente se repone ante algo como eso. La muerte de un abuelo, de un amante, de una madre. Yo nunca me repuse. Y dudo que lo haga nunca. Sé que Ebander, el guardaespaldas que mi padre me asignó desde la muerte de mi madre, lo intentó hasta la saciedad. Lo considero más un amigo, incluso un tutor, más que un sirviente, pero aunque lo intente, jamás nadie conseguirá que la olvide. Era muy pequeño cuando ella se fue, pero recuerdo su largo pelo rizado, tan suave, y su bonita sonrisa, su voz siempre dulce y serena, incluso su olor, olía como una jovencita, a flores y a algo dulce y perfecto.

Pero lo que más recuerdo son sus ojos, con aquel extraño color rojo oscuro, como la sangre, tan iguales a los míos, tan diferentes a los de cualquier otro. Estábamos unidos tan íntimamente, como solo un vínculo de un hijo a una madre puede estarlo.

Pero ella murió. Y me dejó solo, en aquella inmensa casa. Al principio la busqué, como cuando jugábamos, después gritaba su nombre. Me despertaba en mitad de la noche y estaba seguro de que había estado allí. Luego lloraba, con el tiempo dejé de hablar. No había nadie en aquella jodida casa con quien valiese la pena hacerlo. También deje de bajar a las comidas. Cuando me entraba hambre saqueaba la despensa, y así no tenía que molestar a nadie. Dormía durante el día, no demasiado, lo suficiente como para que no me asaltaran las pesadillas y estar operativo.

Observaba con cierto interés, los cambios que producía Ebander en la casa, pero ni siquiera él conseguía mantener mi atención durante más de media hora. Todas las noches, saltaba desde alguna ventana o me escabullía por las puertas mal cerradas e iba a visitarla. Padre había levantado un pretencioso mausoleo en la zona más alejada del opulento jardín.

Abría la pesada puerta de forja que se quejaba chirriando fantasmagóricamente, y entraba. Y allí estaban las flores, siempre las mismas, siempre frescas: acacia, confesando un amor secreto, alhelís amarillos, fidelidad más allá de cualquier adversidad, mirtos esparcidos por todas partes, que gritaban amor verdadero, y dondiegos que decían que las esperanzas se habían perdido.

Sabía que Padre no las llevaba, y yo nunca le llevé ninguna flor. Pero yo sabía quién era. Madre me había hablado de él. Me había leído sus incontables cartas de amor. Me había enseñado su vieja fotografía, con aquellas ropas anticuadas que recordaban a la época victoriana, con el cabello negro, con su hermosa sonrisa. Era muy atractivo con aquel porte aristocrático y su mirada felina. Madre decía que me parecía a él, y lejos de toda vanidad, creo que tenía razón. Decía que tenía el mismo timbre profundo de voz, mi forma de caminar, le recordaba mucho a él, decía que incluso mi risa era igual.

Solo lo vi una vez. Madre había muerto hacía tres días y yo me había vuelto a escapar para ir a visitarla. Estaba anocheciendo y la hierba escarchada crujía bajo mis pies. Entonces lo percibí, como si un depredador me estuviese acechando. Estaba en el mausoleo y había dejado la puerta abierta. Me oculté y le observé.

Su tez pálida parecía resplandeciente y perfecta a la luz de la luna que se colaba por la ventana. Sus ojos refulgían como ascuas en una hoguera. Era innegablemente atractivo. Mucho más que Padre. Dejó las flores sobre la lápida y giró su rostro hacia mi dirección. Me dejó clavado en el sitio y temblando. Tenía unos rasgos marcados y hermosos. Su cuerpo tenía el tamaño perfecto en proporción a su altura y peso. Estaba cautivado, y cuando se movió algo se agito en mi cabeza. Había algo exquisitamente salvaje en su actitud. Si hubiese permanecido inmóvil, habría creído que era una estatua de algún escultor clásico, tallada en mármol. Perfecta e increíble. Pero aquel hombre se movió y de repente parecía un depredador. Era como un animal exótico, misterioso y seductor. Hizo una inclinación de cabeza a modo de anticuado saludo y me sonrió. Tenia mis mismos ojos...sus iris y los mios eran de ese color sangriento.

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