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El anillo de niebla caía lentamente sobre la ladera, devorando los colores cálidos del otoño. Los pinos, abyectos y recios, se erguían como espigas en un paisaje que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. Poco a poco se dejaron acariciar por los primeros rayos del sol. Miré hacia arriba: la cima de la montaña todavía se hallaba envuelta en la bruma. Un par de horas después se despejaría. Era el día perfecto para escalar.

Al menos, eso pensábamos.

Ninguno se atrevió a romper la mágica incandescencia de la aurora. Solo cuando escuchamos la algarabía musical de los pájaros ante el amanecer, salí de la tienda de campaña con intención de asearme y respirar aire fresco. Me alejé unos metros, caminé por el sendero pedregoso que conducía a la cumbre; enseguida el frío encendió mis mejillas. Dejaba largas bocanadas de vaho a mi paso. Tras un pequeño paseo encontré un saliente seguro en el que sentarme y disfrutar de las vistas. Ciudad Corazón era un minúsculo punto gris al norte. Cuando, dentro de cinco días, concluyésemos el descenso, tendría la suerte de contarme entre los afortunados escaladores del Monte Corona, la cordillera más extensa y robusta del mundo. Me removí, inquieto, pero finalmente saqué el móvil y eché una foto al paisaje. Era como ver Sinnoh partido por la mitad. Bueno, no era «como» verlo, sino tal cual: la fisura que dividía el país.

Alguien silbó. Probablemente para reanudar la marcha. La niebla se deshacía en jirones cada vez más lánguidos a medida que ascendía el sol. Inspiré hondo una última vez, aprovechando la soledad que solo proporcionan las montañas, y abandoné el escondite. De súbito noté una presión en la nuca. Me giré, despacio, mi mano reposando sobre el cinturón de pokéballs. No tenía intención de comenzar ningún ataque, pero tampoco estaba indefenso. Me encontré de frente con una criatura felina de rasgos humanoides. Su cola se asemejaba a una cimitarra y poseía los mismos colores que la media luna que sobresalía de su cabeza y las garras, azul y gris. Su mirada me produjo un escalofrío.

Apenas atiné a identificarlo con la pokédex. Absol: vive en las montañas. Serios y tranquilos, aunque competitivos. Su presencia es motivo de mala suerte. Predice catástrofes naturales.

Nos observamos el uno al otro durante una eternidad. Tuve claro que no iba a atacarme, ni yo quería capturarlo, de modo que me despedí con la mano. Fue ridículo. Instantes después, el absol había desaparecido, claro.

A mi regreso comenzamos los preparativos para el ascenso vertical. El mayor reto del Monte Corona era escalar la pared prácticamente recta que separaba la falda de la cima, y por tanto, de nuestro objetivo. Encabecé la cordada colocando agarres y apoyos de manos y pies, anclando con fuerza los seguros, fijando la cuerda a los mosquetones. Se instaló entre nosotros el silencio de quienes necesitan los cinco sentidos para permanecer vivos, y así atravesamos el último vestigio de niebla que acompañaba a la montaña. A veces, al mirar hacia atrás, veía los ojos del absol clavados en mí en lugar del cielo azul. La primera vez supe que se trataba de mi imaginación. La segunda, aquella visión vino acompañada de un ligero temblor. La tercera fue un mal augurio: la tierra comenzó a agitarse con violencia inesperada. Nos aferramos con fuerza a la pared. Cuando hubo cesado, descartamos la idea de hacer cumbre. No era seguro. Y ninguno queríamos...

El siguiente temblor agrietó la piedra alrededor de los seguros. Lo advertimos al unísono.

Una vez más, la mirada del absol me atravesó.

Lo siguiente sucedió en apenas unos segundos: los mosquetones cedieron, sueltos; la cuerda se aflojó; de la cima brotó una avalancha de rocas que nos arrastró abajo. Caímos sin remedio...

El equipo de rescate nos encontró al día siguiente. Dijeron que yo aún estaba consciente, pero no recuerdo nada. Al despertar en el hospital ni siquiera me reconocía delante de un espejo.

Sabía una cosa, sin embargo: mi amigo y mi esposo habían muerto.

Quizá, si mi reflejo era un extraño, sería más fácil olvidar. Desaparecer. Vagar para siempre en un estado de conciencia limitado donde el dolor fuera una sombra y no una mirada delatora.

AbsoluciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora