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—La tecnología avanza a un ritmo terrible. —El comentario provenía de Eric Thomson, un veterano en el Centro de Terapia Pokémon que inició su tratamiento..., su recuperación hace más de treinta años y decidió quedarse. Solía hacerme compañía los miércoles, frente al lago, mientras el resto de mis compañeros ocupaba su tiempo en actividades con los pokémon—. He oído que en algunas ciudades de Kanto existe una psicoterapia con comesueños. Al parecer duermen al paciente y el gengar absorbe los malos pensamientos de su subconsciente para que pueda descansar. ¿Qué opinas? Increíble, ¿no?

—Sí. Ciencia y pokémon...

—Ciencia y pokémon, literatura y pokémon, ¡política y pokémon! Están hasta en la sopa... pero bendita sopa —puntualizó, palmeándome la pierna.

Eric nunca perdía una oportunidad para que me reconciliara con los pokémon, y quizá conmigo mismo. Siempre que me aproximaba —con criaturas tan dóciles era imposible evitarlos, así que una de estas tardes de principios de verano arrimé la mano al hocico de un growlithe: antes de que sus fosas nasales se contrajeran al olisquearme, la retiré hecho un manojo de nervios. Tardé en volver. Hubo un nuevo intento dos semanas más después con el mismo desenlace. Mi cuerpo, no yo, reaccionaba desproporcionadamente, temblando y sudando incluso cuando la situación carecía de peligro— sentía rabia, frustración, dolor... y los recuerdos emergían como un barco a medias hundido, a medias hechizado por la memoria. A solas, sentado, leyendo, mirando la nada, podía controlarme; si forzaba un encuentro con un pokémon, desataba una tormenta en mi interior. No estaba preparado. No estaba preparado.

—No estoy preparado —repetí en alto.

—Chico, lo sé, y al mismo tiempo te digo: ¿y qué? Nadie está preparado para nada. No existe ese día en el que te levantas pletórico de energía, con manos en las caderas, ceño fruncido y mirada al horizonte sabiendo que lograrás eso que se te ha atragantado durante siglos, no —terció Eric, imitando sus palabras conforme las enumeraba. Esbocé una sonrisa—. Existe el tesón. Pensar: hoy me siento fuerte, quiero probar. Otra vez. Otra más. Y así sucesivamente hasta que eso que tanto te costaba empieza a formar parte de tu rutina sin que te des cuenta.

Un silencio amable se instaló entre nosotros. Tras una larga mirada, Eric volvió a sentarse. Estudié su rostro ajado por el tiempo. Las bolsas bajo sus ojos poseían una profundidad desconocida de perfil, hondas, sí, e infladas, y las arrugas cercanas a los labios parecían pintadas con rotulador grueso. Dormía poco. O no descansaba. Pero se preocupaba aún menos. Su semblante me transportó irremediablemente a la expresión apacible de Yuu. De golpe, sentí una presión en el pecho, que se recrudeció en cuanto vi un burbujeo rompiendo las aguas. Era un pokémon. Lo sabía. Qué podía ser si no.

Las escamas del goldeen resplandecieron con breves destellos, heridas por el sol. Dio tres vueltas en círculo antes de acercarse a la orilla próxima a nosotros. De nuevo aquella mirada divertida, como una invitación al juego. Arqueé las cejas.

—Hola —le susurré.

El goldeen respondió con un aleteo. Me levanté, envarado. Tres pasos. Esa era la distancia entre él y yo, y pensaba reducirla a escasos centímetros. Una vez a su altura, me acuclillé y alargué el brazo bruscamente. El goldeen retrocedió, provocando una grieta en la escasa seguridad que había acumulado. Pero me mantuve en mis trece.

—Ven, vamos. No tengas miedo.

¿Se lo decía a él o me lo decía a mí?

El goldeen nadó hacia mí sin apartar la vista. El corazón me iba a mil por hora. Quería salir corriendo, no sabía adónde (a un lugar sin pokémon), cerrar la puerta al pánico. Con suerte solo necesitaría veinte años para enterrar el momento que me lo había arrebatado todo, un momento que volvió a arrancarme de la realidad. El mundo empezó a tambalearse. En medio de la locura lo vi claro: si nos balanceábamos hacia un lado y los seguros soportaban nuestro peso, podíamos esquivar la avalancha, agarrarnos a un saliente con manos y pies y dientes, y eran muchas manos y pies y dientes entre tres personas, y aguantar la ferocidad de la montaña. Luego descenderíamos sin alcanzar la cumbre.

Podíamos. Lo haríamos.

Y sobreviviríamos.

Intenté apretar los mosquetones sin perder de vista el avance de las rocas. Mis manos se cerraron en el aire, salpicando algo de agua de la superficie del lago. La pared no estaba. El Monte Corona había desaparecido.

Caí con el trasero en el suelo, mareado.

Parpadeé: aquello era el lago del Centro de Terapia Pokémon. No había conseguido salvar Yuu ni a Setsuo. El tiempo, que no daba segundas oportunidades, me había transportado otra vez a la montaña en la que a veces deseaba haber muerto.

Noté las manos de Eric arrastrándome a la hierba.

—Estás a salvo, chico, tranquilo, y bien hecho.

»Tesón. Lo volverás a intentar.

El lago estaba en calma.

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⏰ Última actualización: Dec 20, 2016 ⏰

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