Bang

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He decidido que me voy a suicidar.

Creo que es importante que alguien entienda por qué, así que estoy haciendo este documento antes de que me vuelve la tapa de los sesos.

La primera vez que recuerdo que sucedió tenía nueve años. Juan y yo jugábamos en su patio. El sol se acostaba por encima de la valla con palets; haces de luz naranjas y rojos brillaban entre los picos blancos como un helado contra dientes aperlados. Juan era el vaquero y yo era el sucio piel roja robando su caballo. Corrimos por el juego de columpios, él corriendo y yo vociferando con júbilo mientras amenazaba con arrancarle la cabellera. Cuando se tropezó, corrí adonde reposaba en la tierra y, recogiendo una manotada de viento y apuntando mis dedos hacia su nariz, proclamé: «Ahora tengo tu pistola. ¡BANG!».

La cabeza de Juan explotó en medio de un florecimiento tremendo de sangre carmín, materia gris y fragmentos de cráneo que se desperdigaron en torno al sol poniente. Mi mano resbaló a mi costado y lo vi —fijamente, boquiabierto— sin ser capaz de comprender lo que había pasado.

Alguien gritaba. Primero pensé que sería la mamá de Juan, hasta que ella tiró de la puerta trasera y me di cuenta de que era yo quien gritaba. La mamá de Juan estrechó el cadáver decapitado de su hijo, adicionando sus sollozos entrecortados a mis alaridos atemorizados.

El funeral de Juan fue la semana siguiente; ataúd cerrado. Olvidé la chispeante luz tiritando a lo largo de la nube de sangre de Juan. Olvidé a la mamá de Juan sacudiendo mi pequeño cuerpo, rogándome por que le explicara lo que le pasó a su hijo. Olvidé al alguacil diciéndole a mi mamá que Juan fue el blanco de una bala perdida, uno de los dieciséis casos cada año. Olvidé las pláticas silenciosas de mi papá con mi mamá sobre cómo nunca encontraron la munición que regó la sonrisa de Juan en el césped. Me adapté. Lo sobrellevé. Olvidé.

No lo olvidé la próxima vez que sucedió. Nunca volví a jugar a los indios y vaqueros de nuevo; de hecho, no puedo recordar haber participado en un solo juego de disparos para niños en ningún punto de mi infancia. Pero recuerdo a una niñita en el parque proyectando sus pequeños dardos en tanto saltaba de un lado a otro. Corrió hacia mí, blandiendo el arma y gritando: «¡Manos arriba!».

Sonreí y obedecí, dejando caer mi emparedado con pánico pretendido. Alcé mis manos hacia el cielo y clamé por piedad. Como una verdadera maniática homicida en desarrollo, me ejecutó con una nevada pausada de dardos. Me hice el muerto con diligencia, tumbándome sobre una banca. Ella rio y proclamó: «Tu turno. ¡Dispárame!».

Un sentimiento repentino de suma incomodidad reptó por mi columna. Pensé en flores, rosas carmín centelleantes bañadas por el rocío de la mañana. Me observó impacientemente, al parecer convencida de que tendría que lanzarme otro dardo para provocar una respuesta. Levanté mi dedo débilmente, apunté hacia ella y murmuré: «Bang».

Esta vez no fui yo quien gritó. Su mamá acunó las partes desmembradas de su bebé; apegándose obsesivamente a un brazo, luego a una pierna. Había apuntado mi dedo al ombligo de la niña. En el momento en el que la palabra abandonó mis labios, se rasgó como un globo de agua relleno de ponche y pedazos flotantes de fruta roja. El cuerpo decapitado de Juan colmó mi visión acompañado de una puesta de sol deslizándose por debajo del cuello de su camisa. Corrí.

No puedo seguir con esto. Me molesté con Laura ayer y dirigí mi dedo a su frente para recriminarla. Ni siquiera lo dije. No me pude motivar a limpiar el cerebro de mi novia del piso de la cocina. No puedo seguir con esto.

Lo único que debo hacer es colocar mi dedo en mi sien y decirlo.

Al menos me despediré en medio de un estallido.

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