Laura fue despertada por su padre, algo que no había ocurrido desde que era pequeña. A medida que sus pensamientos adquirían prominencia en su mente, se sintió segura de que había dormido sin ropa y de que su padre la había visto; pero, para su alivio, traía puesta su pijama celeste. Dios, ¿qué estaba haciendo aquí?
—Vamos —dijo él alegremente, abriendo las cortinas y dejando que la luz solar entrase—. Es el Día del Botón, ¿lo recuerdas? Vístete, ponte algo bonito. Nos vamos en una hora.
—Papá, ¿qué demonios? ¿No pudiste simplemente tocar? ¿Y si dormía desnuda?
No la volteó a ver, estaba muy ocupado admirando su jardín desde la ventana.
—Créeme, no es nada que no haya visto antes. Soy tu bendito padre, te he limpiado el culo demasiadas veces ya.
—No es el punto, papá —Laura se incorporó, refregándose los ojos, y recordó lo que su padre acababa de decir—. Papá, ¿acaso dijiste «Día del Botón»?
—Eh, sí. Qué, ¿se te olvidó? —Rió mientras se dirigía hacia la puerta—. No parabas de hablar sobre ello anoche.
Laura frunció el ceño, sin entender.
—¿De qué estás hablando?
Él negó con la cabeza, todavía sonriente mientras salía de la habitación.
—Vístete. El desayuno está listo.
La dejó sentada en la cama con la sábana hasta sus pechos y una mirada de confusión en su rostro. Eventualmente, se levantó de la cama y empezó a probarse ropa que tenía a mano. Sonidos familiares le llegaban desde abajo: el traqueteo de ollas y sartenes, la televisión por lo bajo, las voces de su familia hablando entre sí, una breve y estridente risa —su hermano, sin dudas riéndose de la televisión—.
Subió la cremallera de sus pantalones y esperó pensativa un momento, antes de finalmente decir: «¿Día del Botón?».
En la planta baja, su madre estaba lavando los platos tarareando para sí misma. Su padre y su hermano estaban sentados en la mesa comiendo tostadas; su hermano vestía con una camisa formal blanca, y él nunca se vestía así. Dudaba de que incluso tuviese de esa ropa. Pero era una de su papá, la reconoció.
—¿Qué con la camisa? —preguntó, tomando una tostada, y los ojos de su hermano no se alejaron del televisor, lo que era típico de él.
—Es el Día del Botón, ¿no? —murmuró con la boca llena de tostada, y su madre se volvió para regañarlo.
—Mark, no hables con la boca llena —Viendo a Laura, suspiró—. Laura, podrías haberte puesto algo mejor que eso. Al menos haber hecho el esfuerzo.
—¿Para qué? —dijo Laura; luego miró al techo, irritada—. Oh, espera, déjame adivinar. Día del Botón. ¿Me estoy perdiendo de algo?
Su madre negó con la cabeza, retomando su quehacer.
—No seas tan infantil, Laura. No te luce. Por favor, asegúrate de cambiarte antes de irnos.
—Quería ver a Michael hoy. No iré con ustedes, lo siento.
El silencio cayó sobre la cocina en lo que todos abandonaron lo que estaban haciendo, y la miraron sorprendidos. Con cautela, Laura dijo:
—¿Qué tiene?
—¿Estás loca? —la cuestionó su hermano—. No puedes salir hoy, ¡vendrás con nosotros!
—Laura, ¿has hecho planes? ¿Hoy, de entre todos los días? —preguntó su padre, cansándola.
—¡Sí, hice planes! ¿Qué demonios está sucediendo esta mañana?
Nadie le respondió. La miraban como si hubiese perdido la cabeza.
—¿Saben qué? Olvídenlo.
—Laura, detén esto, ahora mismo —le reclamó su madre—. Sabías perfectamente lo que íbamos a hacer hoy. Fue planeado desde hace mucho tiempo. Puedes simplemente llamar a Michael y explicarle por qué no puedes ir a verlo.
—¡De eso se trata! —gritó Laura—. ¿Qué le digo? ¡No sé por qué no puedo ir!
—Es el Día del Botón —dijo su hermano—. Esa es la razón.
—¿Día del Botón? —voceó ella—. ¿De qué diablos están hablando? ¡Nunca oí sobre el Día del Botón! Todos están actuando como si...
Se detuvo de repente, comprendiendo. Su familia le estaba jugando una broma. Era un chiste. Sosegándose, le pareció como si un gran peso hubiese sido removido de sus hombros.
—Muy divertido, gente —dijo ella, con su voz tranquila y serena—. En serio caí. —Se giró y salió del cuarto, dirigiéndose hacia la puerta principal. Mientras iba, escuchó la voz de su madre llamándola.
—¡Laura! Por favor regresa en una hora, no podemos irnos sin ti. ¿Está bien?
—Claro, claro —respondió yéndose—. No querría perderme el Día del Botón, ¿verdad?
Podía ver la casa de Michael desde aquí, con la cerca blanca y el amplio jardín de la entrada. Empezó a trotar, ansiosa por verlo. Al cruzar la calle, la puerta principal se abrió y Michael salió con una expresión de sorpresa en su rostro. La había visto venir desde su casa.
—Ey, ¿qué ocurre? —preguntó Laura, y, para su aflicción, él se veía ligeramente enojado.
—No deberías estar aquí —le dijo.
—¿Qué, nos peleamos y lo olvidé?
—Me dijiste que hoy era el Día del Botón de tu familia —dijo, y hubo un movimiento detrás de él.
Laura parpadeó, con la boca entreabierta por la impresión. Una chica rubia fue hacia la puerta y escabulló su brazo alrededor de Michael. Estaba usando una camisa para dormir y nada más, y su cabello estaba despeinado.
—Vete a casa —dijo la rubia, y Laura retrocedió, parpadeando para contener las lágrimas. Michael no le devolvió la mirada, así que se dio la vuelta y corrió.
Se topó con su madre justo cuando iba a entrar a su cuarto. Ella atrajo a Laura a su cuerpo, sosteniéndola mientras sollozaba.
—Lo sé, lo sé. Déjalo salir —le acarició el cabello, meciéndola un poco.
—Los hombres son unos bastardos, ¿no es así? —Laura retrocedió para mirar a su madre, sobándose las lágrimas—. ¿Te enteraste...?
—Acabas de volver de su casa en un mar de lágrimas. No hace falta un genio para entender lo que pasó.
—Se consiguió una rubia. ¡Una rubia! ¡Apuesto que por eso quería que me tiñera el cabello!
Lloró un rato más, y su madre la sostuvo.
—Vamos. Empecemos a cambiarte para nuestro viaje.
—¿Así que vamos a salir?
—¡Por supuesto que sí! Aquí tienes, esta es una blusa linda. La mejor que tienes, me parece. Pruébatela, quiero que nos veamos como nunca para nuestro Día del Botón.
De inmediato, recordó a Michael mencionando también el Día del Botón. Esto no era una broma. Era real. Todo era real, y no tenía idea de lo que estaba pasando.
—Mamá, escúchame un momento. Algo está mal.
—Lo sé. En serio te gustaba, sé que sí. Es terrible que te haya molestado en este día justamente.
—Eso es, Mamá: no sé nada sobre el Día del Botón. Nunca lo oí, ¡y desde esta mañana pienso que soy la única persona que no tiene ni la más remota idea de qué está sucediendo!
—Bueno, siendo honesta, yo tampoco soy una experta. Sé que fue una idea del Gobierno para combatir la...
—No, no. Me refiero, a que no sé de él. En lo absoluto.
Transcurrió un silencio incómodo, en el cual su madre la miró por un largo tiempo. Su boca formaba una línea rígida. Cuando finalmente habló, su voz estaba calmada.
—Sé que estás triste, así que no le haré caso a tu pequeña broma, ¿está bien? Solo cámbiate; aquí está tu blusa. Te veré en el auto en cinco minutos. Te estamos esperando.
Su madre se marchó, dejando a Laura sola y asustada, con su mejor blusa entre sus manos temblorosas.
Lo siguiente que recuerda es que estaba en el coche. Todo acontecía de una manera tan fluida y despreocupada que cada vez se sentía más incómoda. Podía ver su entorno con extremo detalle, a cámara lenta: la pelusa en la manga de su madre, un poco de barba que la máquina de afeitar de su padre había dejado, una grieta en el pavimento mientras andaban. De pronto, se sintió más lúcida de lo que jamás se había sentido en toda su vida; pero era incapaz de hablar, siendo impedida por su propio cuerpo.
En alguna parte de lo más profundo de su ser, aún creía que todo era una broma, un enorme y elaborado engaño. A medida que se estacionaban frente a un edificio blanco con forma de caja, esa esperanza se desvaneció.
—Aquí estamos —dijo su padre con alegría, y, actuando como si estuviesen en la playa, su familia salió del coche charlando animadamente. Se dirigieron hacia la puerta principal y les siguió el paso. Un letrero se alzaba frente a ellos: «PROPIEDAD DEL GOBIERNO. MANTÉNGASE ALEJADO». Vio las cámaras de seguridad filmándolos y se apresuró a la entrada.
—Hola, somos los Krandalls. Estamos aquí para nuestro Día del Botón —dijo su papá, y la recepcionista le sonrió.
—Siga, señor. Solo continúe caminando hacia allí.
Su padre le agradeció, y se fueron por un largo pasillo iluminado decorado con placas de bronce que brillaban. Había algo grabado en todas ellas, bloques y bloques de texto, y Laura se acercó mientras caminaba para ver de qué iban —vio su reflejo mirándola de vuelta, y bajo las intensas luces fluorescentes, se veía demacrada—. Nombres. Cientos, miles de nombres, uno después de otro. Hogg. Wilson. Carpenter. Buxton. Bell. Palmer. Rowe. Brown. La lista seguía sin un fin aparente.
El pasillo los condujo a un salón blanco con cuatro pequeños pilares, cada uno con un botón rojo encima, y más allá había un largo y pulido escritorio negro con tres funcionarios del Gobierno esperando. La insignia del Gobierno colgada en una enorme pancarta en la pared. El cuarto permanecía en silencio... y estéril.
Laura vio a su familia caminar todos hacia un pilar, mirando expectantes a los funcionarios, guardando un pilar para ella. Con su propio botón. Temerosa, caminó hacia él, notando al llegar que el suelo estaba ligeramente inclinado en dirección a un desagüe del que no se había percatado antes. Uno de los funcionarios habló y su voz resonó en el espacioso cuarto.
—Familia Krandall. El Gobierno ha decidido que este será su Día del Botón. Les agradecemos por el sacrificio que hacen por su país, y por su gente. Sus nombres se unirán a aquellos en el largo pasillo dedicado a su honor.
—Nos enorgullece —dijo su padre, y su madre asintió, con sinceridad. Su hermano se veía como si estuviese a punto de llorar por la emoción.
El funcionario continuó.
—Entonces, por favor, a su debido tiempo, presionen los botones. Que Dios esté con ustedes.
Su padre se volvió para mirar a su esposa, su hijo, su hija, y sonrió.
—Iré primero para mostrarles lo fácil que es.
Presionó el botón de su pilar, y este se hundió con un ruidoso y satisfactorio clic.
Mientras Laura observaba, la cara de su padre se tornó roja, como si hubiese estado corriendo. Recordó con qué rapidez él se ruboriza al hacer ejercicio, y supuso que simplemente había caminado muy deprisa en el pasillo. Fue entonces cuando una lágrima carmesí se deslizó por su mejilla y cayó en el duro suelo blanco.
Laura miró, petrificada, cómo empezó a derramarse sangre de los ojos, nariz, orejas y boca de su padre. Corría por su camisa, por el cinturón que ella le había regalado para su cumpleaños y por sus pantalones. Salpicaba el suelo. A un mismo tiempo, sus ojos reventaron como ciruelas pasadas y colgaron de sus mejillas, aún conectados a su cuerpo por filamentos rojos.
En lo que él se desplomaba, su madre y su hermano se miraron sonriendo, y presionaron sus botones. Se giraron hacia Laura, sosteniendo sus manos, mientras sangre caía de sus ojos y nariz y manaba de su boca. Asumieron que ella había apretado el suyo, también.
Laura tomó aire para gritar, pero el suave «pop» de los globos oculares de su hermano y su madre le hicieron un nudo en la garganta. Cayeron de espaldas, aterrizando uno sobre el otro. La sangre se canalizaba en el drenaje, que bebía tranquilamente.
Todo fue silencio.
—¿Señorita Krandall?
Paralizaba, vio a los funcionarios observándola con atención.
—Señorita Krandall, la sobrepoblación está destruyendo nuestras ciudades y pueblos. Su país necesita de su acción hoy.
Los miró con los ojos completamente abiertos. A su lado, la mano de su hermano tembló; el último de los impulsos nerviosos se desvaneció. La sangre ya estaba empezando a coagularse en las cuencas de sus ojos.
El funcionario se paró lentamente, y ella notó que era un hombre alto. Más alto que la mayoría, sin duda.
—La humanidad está llamando —dijo, con un tono de voz que descendió a casi un susurro. El mundo se había reducido al botón bajo sus dedos. Era suave y rojo. Presionable.
—¿Va a responder?
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Creepypastas
HororEl terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible. - Maximilien Robespierre