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La primera vez que Ignacio asomó su nariz en las calles de La Serena, no pudo evitar sentir que en realidad no era un ciudadano propiamente tal. Y no por su apariencia, que distinción no le faltaba, sino simplemente porque no había nacido en una ciudad. Y eso, por más que lo deseaba, nada podía cambiarlo. Él mismo era elegante y de buena presencia, ágil de mente y elocuente con las palabras. De gustos refinados y trato encantador. Y eso lo convertía en una persona de mundo, al menos eso pensaba desde que tenía conciencia de sí mismo; una persona capaz de transitar por cualquier barrio distinguido como si siempre hubiese pertenecido a ese lugar. Pero la verdad es que era un pueblerino, y no un ciudadano.

Por lo mismo, más que agradarle, le dolió la cuidadosa arquitectura colonial de los barrios serenenses, sus museos históricos e iglesias, las universidades y los hoteles. La Avenida Francisco de Aguirre era una alfombrada de jardines, pero no solo eso, estaban también las esculturas, las palmeras y el faro, como corona de la ciudad. Bastaba un par de simples comparaciones para hacer notar el evidente contraste con su modesta procedencia geográfica. Y tal como había hecho en el pasado ante experiencias semejantes, pensó en una inteligente forma de venganza.

Buscó en su casaca la libreta de apuntes y la pluma estilográfica que usualmente llevaba consigo. Miró una vez más el entorno, y en un claro gesto de satisfacción anotó: "Tengo la impresión de estar ante una ciudad más pretensiosa que bella". Lo hizo como quien redacta un epitafio. Y se juró que algún día tendría la fuerza suficiente para poner una lápida sobre toda aquella mierda: el aire marino y las gaviotas, las iglesias, el arribismo de sus habitantes, y sobre todo: esas jodidas calles que bajan y suben sin cesar. ¡Una mierda!, -pensó-, mientras le sonreía a un perro callejero que se acercó a él con paso ligero, moviendo la cabeza a derecha e izquierda, al compás de una cola huesuda y sin gracia.

Cerró la libreta y la sostuvo unos segundos en sus manos, momento en que acarició su cubierta con intencionada delicadeza, como si ese objeto pudiese corresponder a sus afectos. Después de aquello, y con la misma solemnidad con que la había sacado, la devolvió al bolsillo interior de la casaca. Sólo entonces se dispuso a continuar la marcha, esta vez en dirección a La Recova.

Dejó atrás la Feria de Abastos y siguió por calle Manuel Rodríguez. No tenía el más mínimo apuro. Contó los pasos que había desde la puerta principal del Seminario Conciliar hasta el convento de Las Carmelitas: 320, para ser exactos. Tuvo la tentación de anotar el dato, pero el temor a que cualquier transeúnte lo tomase por un maniático fue razón suficiente para reprimir el impulso. Claro que en ese preciso instante no era la gente su principal preocupación, sino los perros que ahora se cruzaban a su paso.

Ya no era uno, sino al menos seis, según un rápido conteo. Entre ellos el quiltro que momentos antes se le había acercado. Pero ahora ya no le pareció tan amistoso ni sumiso como entonces, incluso le había lanzado algunos temerarios ladridos. Fue quizás eso lo que le alertó y le hizo tomar mayor conciencia del entorno. Echó un vistazo a las calles aledañas en busca de posible ayuda, en caso de que los animales se volviesen hostiles. Sólo un par de mujeres de avanzada edad caminaban en dirección hacia él en ese momento, a paso de tortuga. Antes de cruzarse, las ancianas cambiaron de vereda y le lanzaron una mirada escrutadora. Los perros corrieron instintivamente a olisquear a las ancianas, y luego volvieron a concentrarse en Ignacio.

Se preguntó si sería capaz de dominarles con su mente. Si fuese Luke Skywalker, el joven Jedi de La Guerra de las Galaxias, por supuesto que lo lograría. Pero no estaba de más intentarlo. Su identidad con el personaje era tan poderosa que, en ocasiones, se sorprendía intentando mover objetos con la mente. Intento hacerlo con uno de los animales. Lo miró directo a lo ojos, intentado conectarse con el diminuto cerebro de perro, pero este no hizo más que desviar la mirada con total indiferencia. La frustración que sintió en ese instante le obligó a pensar en el agotamiento físico que ya acusaba su cuerpo.

BAJO LA MALDICIÓN DE CAÍNWhere stories live. Discover now