Era el primer día de clase, es decir, la última oportunidad de escapar.
No tenía una mochila con un equipo de supervivencia, ni un monedero abultado con que comprarme un billete de avión a donde fuera, ni un amigo esperándome en la calle en un coche con el motor en marcha. Resumiendo: carecía de lo que la mayoría de la gente en su sano juicio llamaría <<un plan>>.
Sin embargo, daba igual, no pensaba quedarme en la Academia Medianoche por nada del mundo.
La luz mortecina del amanecer apuntaba el horizonte mientras yo intentaba enfundarme unos vaqueros y sacaba un grueso jersey negro. A esas horas de la mañana y a la altura a la que nos encontrábamos, hacía frío inlcuso en septiembre. Me recogí el pelo en un moño hecho a toda prisa y me calcé unas botas de motaña. A pesar de lo importante que era no hacer ruido, no debia preocuparme porque mis padres se despertaran. No eran precisamente madrugadores, por así decirlo, Caían muertos en la cama hasta que sonaba el despertador, y para eso todavía quedaban un par de horas. Lo que me proporcionaba una buena ventaja.
Al otro lado de la ventana de mi dormitorio, la gárgola de piedra me aguijoneaba con la mirada mientras me sonreía con una mueca flaqueada por unos colmillos prominentes. Cogí la chaqueta vaquera y le saqué la lengua
-Igual te gusta estar volgada ahí afuera, en el Baluarte de los Malditos-murmuré-. Pues que te aproveche.
Hice mi cama antes de irme. Normalmente tienen que estar encima de mí para que la haga, pero esta vez no tuvieron ni que decírmelo. Ya tendrían bastante con el ataque que iba darles después, y pensé que estirando la colcha me reconciliaría un poquito con ellos. Aunque lo más probabgle era que no compartieran este punto de vista, lo hice de todos modos. Estaba ahuecando las almohadas cuando, de repente, recordé algo extrañi con tanta viveza como si todavía no hubiera despertado, algo que había soñado esa misma noche.
Una flor de color sangre.
El viento aullaba entre los árboles que me envolvían, azotando las ramas en todas direcciones. En lo alto, el cielo se encapotaba de nubes tormentosas. Me aparté el pelo, que me castigaba la cara. Solo quería mirar la flor.
Los pétalos, perlados de lluvia, eran de un rojo vívido, lánguidos y afilados, como los de algunas orquídeas trop8cales. Sin embargo, la flor estaba lozana completamente abierta, prendinda de la rama, como una rosa. Era lo más exótico y fascinante que había visto nunca. Tenía que ser mía
¿Por qué me hizo estremecer ese recuerdo? Solo era un sueño. Respiré hondo y me concentré. Era hora de partir.
Tenía la bolsa preparada; la había llenado la noche anterior con apenas cuatro cosas: un libro, unas gafas de sol y unos cuantos billetes por si al final tenía que ir hasta Riverton, lo más cercano a la civilización que había por la zona. Eso me mantendría ocupada todo el día.
A ver, no estaba escapándome de casa, al menos no en serio, como cuando rompes con todo y asumes una identidad nueva y, no sé te ines a un circo o algo así. No, se trataba de una declaración de principios. Me había opuesto desde el primer momento a la idea que mis padres habían dejado entrever de que entraríamos en la Academia Medianoche, ellos como profesores y yo como alumna. Habíamos vivido en el mismo pueblecito toda la vida, yo había acudido al mismo colegio con las mismas personas desde que tenía cinco años y quería que siguiera siendo así. Hay gente a la que le gusta conocer a extraños y hace amigos con facilidad, pero yo nunca he sido así. Ni por asomo.
Es curioso, cuando la gente te llama <<tímida>>, suele sonreír. Como si hiciera gracia, como si se tratara de una de esas manías que acabas perdiendo cuando te haces mayor, como los huevos que te quedan entre los dientes cuando se te caen los de leche. Si supieran lo que se siente cuando no solo se trata de que te cueste romper el hielo, sino de ser tímido de verdad, no sonreirían. Se lo pensarían dos veces si supieran que esa sensación te atenaza el estómago, o te gave sudar las manos, o te impide decir algo que tenga sentido. No hace ninguna gracia.