Cuando yo no era más que una estúpida cría, escribí un cuento.
Como a la mayoría de las estúpidas crías de siete años, me encantaban los cuentos. Sobre todo aquellos que tenían princesas, brujas, príncipes, dragones, y mucho amor y besos.
Y un final feliz.
Cuando los señores mayores del parque contaban historias a sus nietos, yo siempre me sentaba a una distancia prudente, pero audible de ellos para escuchar las maravillosas aventuras de Cenicienta, Aurora, Blancanieves y compañía.
A veces me sumergía tanto en la trama que me iba acercando poco a poco (sin querer, obviamente), hasta acabar a pocos centímetros del narrador.
Entonces normalmente el pequeño de la tierna familia pegaba un chillido para alertar a su abuelo de mi presencia, a lo que el canoso señor se levantaba, y me pegaba una contundente paliza.
Una vez cometí el grave error de espiar el cuento de un abuelo que en su juventud había sido culturista y que había ganado tres concursos nacionales de halterofilia.
Debería censurar los detalles, pero creo que ese abuelo tuvo bastante que ver con lo poco agraciada que es mi cara. Sobre todo mi nariz, que parece una zanahoria partida en dos.
Los cuentos me costaron incontables palizas y azotes, pero no por ello los odié.
Los adoré cada vez más.
Cuando ya pasó algún tiempo, los cuentos del parque comenzaron a repetirse, y me di cuenta de que seguían una misma estructura: Un valiente, apuesto e inteligente héroe (o una bella, intrépida y resuelta heroína) vive increíbles aventuras, y aunque un diabólico, frío y calculador villano intenta detenerle, él/ella lo combate, y vive feliz para siempre.
"Si así de sencillo es, pensé, entonces podría escribir uno yo misma".
Enseguida me puse manos a la obra: La bella, intrépida y resuelta heroína, obviamente, sería yo. Entonces aún consideraba que mi vida ocultaba miles de increíbles aventuras (y lo que es peor, creía que era muy capaz de afrontarlas todas), y los coprotagonistas y personajes secundarios ya vendrían por sí solos.
Pero allí me detuve en seco, porque tenía un pequeño problema.
Y era el malo de la historia. O, mejor dicho, la falta de uno.
Como no era tan estúpida como muchos me creían, sabía perfectamente que los héroes no son nada sin sus villanos. Un cuento no era ni mínimamente interesante si no tenía un malo, y eso era precisamente lo que le faltaba a mi historia.
Obviamente, yo también tenía mis enemigos.
Los abuelos del parque que me pegaban, los niños que me pegaban, los padres de los niños que me pegaban porque creían que sus hijos me pegaban con razón, y mucha más gente (generalmente gente que me pegaba).
Pero ellos no me servían.
Me di cuenta bastante pronto de que cuanto más terrible y malévolo sea el villano, más admirable se considera al héroe, y, mirase por donde lo mirase, esta gente no era ni terrible ni malévola. Simplemente, gente que me odiaba.
Una heroína como yo se merece al malo más malo de todos los malos.
Una persona que realmente inspire terror con todos sus movimientos y todas sus palabras.
Alguien podrido hasta la médula.
De hecho, no sólo necesitaba a un malo.
Necesitaba a un verdadero antagonista.
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El antagonista
General Fiction-¿Por qué no te has ido aún? -Porque me preocupas. -Yo no preocupo a la gente. Todos me odian y yo odio a todos. Es recíproco. -Eso es muy triste. -He dicho que odio a TODOS. -¿A mí también? - A tí sobre todo. - Pues, ¿sabes? - dijo, poniéndose just...