Parte 1: raíces.

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Cielo, o infierno. Creer, o no creer. Siempre he escuchado que si se es un ser amable, caritativo, tolerante, amoroso, fiel, templado, y sobre todo, si crees con el corazón, irás al Cielo, donde podrás "descansar en paz", con felicidad, amor... sin sufrimiento. Pero, si tu alma sólo ha impulsado a tu cuerpo al odio, la envidia, el egoísmo, la vanidad... o, como otros dicen, al pecado, es muy probable que acabes en el Infierno, quemándote en las llamas carmesís de un abismo profundo y sin salida... eternamente para ambos casos. Pero... nunca se han preguntado, ¿a dónde van los que nunca creyeron? Es probable que tampoco crean en la muerte como un viaje eterno a una dimensión paralela o un mundo peculiar, diferente a la materia y enlazado mediante un alma arrancada.

Si lo vemos como un ateo, no es probable que llegue a ver ni siquiera el resplandor de un Paraíso, y tampoco sentir el ardor de un fuego eterno y consumidor.... No, consumidor sería algo irrelevante; sentir el ardor de un fuego eterno e indiferente, sí, eso. Pues, en ambos casos, se requiere de fe; creer en un Dios, o en un Demonio, o en su caso, no creer. No creer, pero ser feliz y no hacer infeliz a... es una cuestión de adónde, no de por qué. Debe de haber un lugar, lugares, en donde reposen sus almas, pues es un hecho, lo nieguen o ignoren, que el hombre es un ser, o doble ser: por un lado, su cuerpo, que se deteriora a medida que transcurren los días; y su alma, un ente que difícilmente logra explicar, al ser tan perceptible como el aire: sabes que está allí, funcionando indispensablemente, pero no puedes verlo ni tocarlo.

Pues bien, puede que ese no sea mi caso, pero se le acerca bastante. Mi nombre es Sila Ognia, en castellano, Poder de Fuego. Vivo en Domun, una pequeña ciudad al norte de Cameram, en donde fui criada con una peculiar indiferencia por padres sumidos es una burbuja indestructible de supersticiones no convencionales, casi desconocidas en mi opinión. Nunca tuve cosas como mascotas, muñecas, amigas... ni el calor de unos brazos reconfortantes que, en momentos difíciles, te acojan dulcemente con una nota de "todo estará bien" que te aliente.

Mi padre fue el primero en irse. Nunca supe si lo hizo feliz, aunque después de 1 semana eso ya no cabía en mi cabeza. Solo estábamos mi madre y yo. Ella era una mujer misteriosa: no se relacionaba con nadie más allá de los vastos límites del área en la que vivíamos; pasaba la mayor parte del tiempo sin rumbo alguno, casi parecía inexistente – sólo dejaba dos platos servidos sobre la mesita de la sala y desaparecía tras las sombras de una pequeña habitación a la que yo no tenía acceso alguno, y que hasta entonces no me importaba conocer o no-. Antes de atravesar la rústica puerta morada de aquella habitación, mi madre siempre daba una última mirada a mis grandes y negros ojos, que no podían evitar derramar agrías lágrimas por su misteriosa partida.

Procuraba no interrumpirla, cualquier cosa que fuere lo que hiciese. En fin, con el tiempo puede que la falta de amor y compañía me hicieran fría e indiferente a la vida, sin importarme incluso la de mi propia madre. Pasaba, pues, la mayor parte del día en el campo, disfrutando de la brisa fresca de la mañana y el dulce aroma del aire lluvioso de las tardes en el tejado de una vieja y abandonada casa de campo a unos cuantos cientos de metros de la cerca que rodeaba el cobertizo trasero, en donde mi padre solía derrochar el tiempo.

Ante, mencioné que crecí bajo una peculiar indiferencia. Eso se debe a que mi padres, aunque no lo demostraran, me querían de una manera casi que incomprensible. No puedo decir que me llegó a faltar algo, pues estaría mintiendo. Sí, no tuve muchas cosas de las que hoy gozan los niños, pero disponía de lo necesario para vivir tranquilamente; ignorante y tranquilamente.

Como dije antes; en los asuntos de mis padres nunca me metía. Era algo que ellos valoraban, lo que me daba más espacio de salir de las cuatro paredes donde el mundo pretendía encerrarme.

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⏰ Última actualización: Dec 06, 2016 ⏰

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