Con algo de tristeza, Demiano Rovanna pensó que la mañana de aquel día era particularmente hermosa. Si estiraba el cuello alcanzaba a recibir algo del aliento gélido de la madrugada, tal como bajaba de las negras montañas arañadas por los primeros tímidos rayos del sol. Había pensado durante muchas noches en aquel amanecer, siempre preguntándose si alcanzaría a recibir el beso de la luz. Ahora que había llegado el momento de saberlo decidió, con algo de amargura, que quizás no habría sido tan malo ignorarlo para siempre.
Habían comenzado a asomar las primeras brillantes cicatrices en todos los lugares de su cuerpo donde había tenido heridas el día anterior, y antes, mucho antes, los tatuajes. El frío le penetraba cada músculo de su cuerpo maduro y bien proporcionado, haciéndolo temblar a ratos y provocándole espasmos de dolor. Se imaginó su rostro, rasurado y lleno de magulladuras, y pensó que al menos era bueno saber que ni su hermano ni su madre tenían que verlo así.
Las pisadas en el patio rompieron el breve instante de silencio acogedor, íntimo, que le habían concedido después de transportarlo encadenado hasta el paredón y haberle sujetado las amarras a las gruesas argollas de acero que el suelo polvoriento mantenía fijas desde sus raíces invisibles. Sus verdugos, todavía mal acostumbrados a las frías madrugadas en las alturas o a los salvajes horarios de turno en las fortalezas de la frontera, hicieron los preparativos con pereza e indiferencia. Después de verlos aparecer, él no les quitó la vista de encima, pero ninguno de ellos le devolvió la mirada. Todo eran los arcabuces, la pólvora, las cargas. Apoyarse contra el muro y esperar la instrucción, y luego encontrar quizás una excusa para volver a dormir.
Volvió a pensar en el sol que no alcanzó a recibir, cuando el estrépito rompió la calma solemne de la montaña y un puñado de acero penetró violentamente su carne, descargando dentro de sí la última intensa oleada de dolor y luego una tibia e indiferente calma, parecida a la embriaguez, que se fue apoderando, lenta pero incontrolablemente, de todo su ser. Abandonado por todas sus fuerzas, cayó de bruces al suelo polvoriento, pero apenas sintió el golpe o la tierra en su rostro. Un velo de sombra le cubrió la mirada, y sintió cómo sus pensamientos se volvían torpes, lentos, y finalmente se apagaban como una voz cayendo dentro de un abismo. Dejó de sentir frío, dejó de temblar. Su boca se llenó de tierra, pero no alcanzó a tragarla.
El cabo que recogió su cuerpo llevaba apenas unos meses en servicio. El que cavó la tumba era un corpulento soldado con algo más de experiencia, pero que no superaba los treinta años. Su capitán había ordenado en un primer momento tirar el cadáver por el barranco para que lo devoraran los pumas, pero algo lo hizo cambiar de parecer. Su sirviente, un muchacho menudo, contó en las barracas aquella tarde que había llegado un cable desde la prefectura de la provincia, dando instrucciones específicas del tipo de trato que debía tener el prisionero una vez que hubiera sido ejecutada la orden.
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El Beso de la Luz
Ficção GeralPrimera parte de una saga aparentemente interminable sobre aviones, montañas, guerrillas y personas con buenos motivos para amarse u odiarse.