II

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Al llegar el primer día de noviembre, el cielo se cubrió de gris. La ciudad, regularmente descolorida, se veía aún más obscura y lúgubre que los meses anteriores. Hacía tiempo que los pájaros no visitaban sus callejones, y que los radiantes colores de la primavera habían desaparecido por completo de su espectro visual, como si de una impresión en blanco y negro se tratase.

Joyce despertó al escuchar el estruendoso ruido del despertador, en las primeras horas de la mañana. Se limpió, se vistió y, con poco entusiasmo, mordisqueó una hogaza de pan en el vano intento de alimentarse. Durante los últimos días se había sentido más desanimado que nunca, y su apetito había disminuido notoriamente. En las últimas veinticuatro horas, por ejemplo, no había probado más que unos cuantos sorbos de leche y unas galletas insípidas que había encontrado por casualidad al fondo de la alacena. Hutch, la computadora, había sido insistente, tratando de convencerlo para ingerir la dosis mínima de nutrientes recomendados de acuerdo a su peso y complexión corporal. A pesar de ello, Joyce permanecía terco y fingía, con éxito, degustar diferentes platillos con tal de que la molesta máquina lo dejara en paz.

Se sentó por un momento a contemplar el brillo intenso de las luces de la habitación en el piso, negro como la obsidiana, y pensó en lo larga que sería su jornada. A las siete en punto tomó sus cosas y salió de su apartamento para dirigirse al sofocante elevador que tanta ansiedad le causaba. Entró con un incomprensible cuidado y permaneció los siguientes cuarenta y tres pisos en incómodo silencio. En ese momento deseó profundamente que las paredes de aquel artefacto le permitieran ver hacia el exterior. De cualquier forma, pensó, no habría nada que ver en aquel paisaje desolador y metálico.

Al nivel del suelo, caminó hacia el subterráneo, como cada día. Viajó de pie, como cada día. Entró por la entrada principal de la Corporación, como cada día, y pasó tres estresantes y claustrofóbicos minutos en el ascensor, como cada día.

Su oficina era gris, para variar. El escritorio era metálico y frío. Las luces blancas deslumbraban sus ojos. Se sentó en la silla reclinable que se había adaptado a la forma de su espalda con el paso de los años, y revisó los informes trimestrales que Hutch había proyectado en las opacas paredes. A medio día se levantó y caminó por el pasillo, con los hombros bajos, hasta un dispensador de agua. Mantuvo una conversación poco significativa con algunos compañeros de trabajo y dejó escapar algunas risas simuladas, para no parecer infeliz.

Volvió a su oficina, donde continuó trabajando en los informes y deteniéndose para silbar una melodía pegajosa de los comerciales, de vez en cuando. A las dos de la tarde se trasladó hasta el comedor. Había uno en cada piso, para conservar la eficiencia y disminuir el gasto dentro de la compañía. Arrastró sus ojos, sin interés, por la vitrina de cristal, repleta de manzanas descoloridas, sándwiches en cajas de plástico y otro tipo de productos artificiales que asemejaban, deficientemente, la consistencia de verdaderas verduras, frutas o carnes. Tomó un suspiro y eligió la manzana en la pantalla interactiva del menú. Después, colocó su muñeca en un lector óptico y el precio fue descontado de su salario.

Pasó el resto de la tarde revisando informes y, al llegar la noche, visitó de nuevo el subterráneo para regresar a casa. Viajó de pie, entró al elevador y se recostó sin más en el sillón. Hutch encendió la pantalla y puso el programa favorito de Joyce, o al menos eso pensaba. Consistía en una secuencia ruidosa y desesperante de escenas banales. Joyce no lo soportaba, pero no tenía la motivación ni la preocupación suficiente como para decírselo a la computadora que, después de todo, era la que se encargaba del apartamento.

Fue hasta el refrigerador y lo abrió para buscar una barra de helado compactado. Hutch lo había seleccionado entre una variedad de postres que estaban en oferta esa semana. Revisó su precio en el monitor y, tras hacer un gesto de indiferencia, abrió el paquete y saboreó el contenido. Nunca lo había convencido ese sabor a químicos, colorante verde y saborizantes de baja calidad. Al terminarse el paquete decidió comer otro. Caminó con pereza hasta su cama, descalzo, y finalmente se quedó dormido.

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