U n o

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El viejo abre sus ojos lentamente. No recuerda nada. Ni quién es. Ni dónde está, Ni que día, mes y año vive. Trata de moverse pero algo se lo impide.

La penumbra que lo rodea se va aclarando y logra visualizar los detalles del techo. Es blanco, con una lampara de focos alargados en su centro. Está apagada.

Tic, tic, tic, un ruido rítmico se apodera de su atención.

Debe ser un reloj,-concluye- aunque no uno ejemplar de mecanismo sofisticado, sino electrónico; barato.

Abre un poco más sus párpados y logra divisar el círculo redondo, de plástico azul, de un reloj de pared colgado encima de un agujero que parece una puerta.

Escucha de nuevo el tic, tic, tic. Deduce que el ruedo no procede del reloj redondo. Su origen está detrás de él.

Trata de girarse pero no puede. Al hacer el movimiento ve una caña a su lado. Hay una sombra sobre ella. No logra enfocarla. El esfuerzo lo cansa y tiene que regresar a su posición original, mirando el techo.

Cierra de nuevo los ojos. No puede reunir ningún pensamiento salvo el sonido rítmico, tic, tic, tic, detrás suyo.

Pasa el tiempo. Descansa.

Se entretiene escuchando su propia respiración, sintiendo como su pecho sube y baja.

Entreabre sus ojos. Todo sigue igual. El techo, la lámpara, el ruido... Tic, tic, tic.

Un pensamiento lo sobresalta: ¡Mi maletín! ¿Dónde está mi maletín? En el hay cosas muy importantes que nadie puede ver. Trata de revolverse nervioso en la cama, pero no puede. Está amarrado.

Observa hacia abajo. Hacia donde deben estar sus piernas. No las ve. Sólo logra entrever dos cilindros blancos, largos, sujetos con cables Sue desaparecen en lo alto.

Trata de establecer comunicación con ellos. Nada. Trata con los brazos. Nada. Con las manos, pies. Nada. Lo único que puede controlar son los párpados. Abrirlos, cerrar los, volverlos a abrir. También puede girar levemente la cabeza, aunque no lo suficiente para descubrir de dónde viene el ruido. Tic, tic.

De repente siente que se empieza a emerger del estado en que se encierra. Comienza a recordar. Su carro. La noche. Un destello de luz. Un ruido inmenso. El silencio. La imagen de una mulata, con sus curvas inmensas repletas de carne turbadora. Sonríe. ¡Ah! ¡Nitzia! ¡Qué mujer!

Mueve la cabeza de lado a lado. Su cerebro sigue soltando recuerdos. Poco a poco. En dosis calculadas.

Disfruta con la imagen de Nitzia. Continua sonriendo. Es la única sensación externa que percibe.

De repente un aguijonazo de dolor lo penetra. Su rostro se contrae en una mueca angustiosa. No sabe de dónde procede aquella sensación tan horrenda. Debe ser de alguna parte de mi cuerpo, pero no puedo ubicarla. Trata de levantar una mano pero no sucede nada. La otra. Nada. El dolor desaparece tan rápido como llegó. Mira el techo. Nada ha cambiado. Observa la lámpara apagada. Larga. Cubierta de una pantalla con rombos cincelados en el plástico que la cubre.

Cierra los ojos. Espera. Se aburre. Los abre y empieza a contar los dibujos geométricos en la lámpara del techo. Se pierde en aquel mar inmenso de cocadas. Intenta de nuevo contar. No tiene éxito. Va a iniciar otra vez la operación, pero desde muy adentro surge un estallido de dolor tan agudo que, por primera vez, lo siente en todo su cuerpo. En los brazos, piernas, abdomen. Todo su ser se sumerge en aquel dolor lacerante, inmenso.

Ojitos de ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora