C i n c o

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La enfermera ríe.

—¿Tan rápido se ha recuperado, señor Vargas? Hasta me llama preciosa...

El viejo está contento. Va por buen camino. A la enfermera le gustó su lisonja.

—Bueno... Ahora al trabajo. Jora de sus necesidades —añade la enfermera mientras se agacha y saca de debajo de la cama una bacinilla plana y alargada. La empuja y la coloca debajo del viejo. Entre el yeso que cubre la cintura y la cama.

—A ver, haga ya. La bacinilla está en posición.

El viejo enrojece. Gruñe. Jamas le ha sucedido esto. Se siente humillado. Cierra los ojos. No se mueve. Se niega a cooperar.

—¿No tiene ganas? No importa. Puedo esperar.

La mujer se queda allí, a su lado. Quieta. Paciente. Él no la ve, pero siente su presencia. Siente el calor de su cuerpo llegar hasta él. No es algo que imagina. Es real. Tiene ese don de captar la presencia femenina. La tibieza, el olor, la esencia de la hembra. Se siente bien. Confortado, cuidado.

—Me voy. Tengo quehacer. Ahora vuelvo. Mientras tanto, lléneme la bacinilla, ¿si?

Abre los ojos. Mira a su alrededor. Aquel cuarto lo oprime. Ve a través de la ventana. Es de día. Temprano en la mañana. El sol empieza a brillar afuera. Alcanza a ver una arboleda fuera del hospital. Más allá, pequeños cerros repletos de chozas miserables. Algunas brillan al reflejarse el sol en sus techos fabricados de hojas de zinc. Hay verdor entre las casas. "Por lo menos siembran”. Deduce. "seguro habitan allí muchos campesinos emigrantes a la ciudad, que traen con ellos sus hábitos de trabajar la tierra y siembran lo que pueden en aquellas lomas áridas."

Vuelve la vista hacia la cama vecina. Su compañero de cuarto se encuentra allí todavía. Famélico; tirado sobre las sábanas mas ordenadas. Medio difunto. Abrazado a su peluche de trapo. Nada más. No hay monitores de aparatos sofisticados que dan vida, que espantan la muerte. Un sentimiento de disgusto por la presencia de aquel ser cerca de él recorre su cuerpo. Sube la vista y mira por la ventana interna. Observa la mesa larga con varias enfermeras sentadas frente a ella. Las caras iluminadas por el resplandor que surge de la mesa. Ahora entiende: es un cuarto de cuidados intensivos. Las enfermeras están afuera, cerca, listas para auxiliar.

"¿Por qué no ayudan a aquel pequeño renacuajo en la cama de al lado? —se pregunta—. ¿Por qué no se lo llevan a otro lugar? ¿Podrán dejarlo a él en el cuarto solo? Necesito mi privacidad. Yo soy alguien, soy importante. El enano a mi lado es un pobre ser; no es nadie"

Mira el reloj. Son las siete. La puerta se abre. Cierra los ojos. Siente el movimiento de un grupo de personas que entran en el cuarto. Hablan en murmullos. Trabajan. Abre los párpados. Dos enfermeras y un medico joven, diferente al que lo atendió, rodear al ser postrado en la cama. Una enfermera sostiene el brazo raquítico buscando el pulso. La otra le quita el camisón del hospital y procede a limpiarlo con una esponja. Enjuaga una y otra vez la piel amarilla colocada sobre los huesos que sobresalen oír doquier. Se pueden contar las vertebras, seguir con un dedo el contorno del esqueleto, percibir las protuberancias óseas de  aquel cuerpecito enfermo. En fin, se podría usar aquel espantajo para una clase de anatomía. ¿Por qué está a mi lado?

—Enfermera... —llama.

—Sí, señor — responde una de ellas deteniendo su trabajo.

—Acérquese por favor, tengo algo que solicitarle.

La enfermera se acerca a la cama con una esponja en la mano.

—¿En qué puedo ayudarlo? No soy su enfermera, pero digame que desea para ver si lo puedo asistir.

—Deseo un cuarto privado.

—¿Perdón?

—Sí, así es. Tal y como escuchó —repite con más fuerza —. Deseo un cuarto privado.

—¿Un cuarto privado? Aquí no hay nada privado, señor. Esto es una sección de cuidados intensivos y no hay nada privado —responde confusa la mujer.

—¿No podría sacar a ese... —se queda pensando unos segundos—, muchacho de aquí?

La enfermera ríe. Mueve la cabeza de lado a lado.

—Imposible señor. Estamos llenos hasta el tope. Muchos accidentes en el fin de semana, ¿sabe?

—¿Y si pago algo? —insiste esperanzado.

La enfermera ríe de nuevo.

—¿No sabe dónde está? Esto es un hospital publico, señor. No nos damos abasto...

—Estoy seguro que con un poquito de buena voluntad —frota sus dedos con el signo de dinero — se puede arreglar todo... —sonríe y le guiña un ojo.

La enfermera se pone seria. Ya no sonríe.

—En este hospital las cosas no funcionan como usted piensa. Aquí estamos para trabajar por quien lo necesita. No nos fijamos en quién es. Ni en qué posee. Tiene suerte de que esta en intensivos. Si estuviera en otro departamento tendría con cuatro o cinco compañeros por cuarto. Aunque, aveces, si recibimos muchos pacientes, ponemos una cama extra aquí —señala el espacio vacío cerca de la puerta—. Y ahora, me disculpa que tengo que hacer.

Da media vuelta y prosigue la limpieza del cuerpo a su lado.

Ojitos de ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora