Voces Blancas

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Que en el pueblo donde vivía nunca pasaba nada interesante no era una novedad. No transcurría un día que no se pareciese al anterior, las calles eran difíciles de identificar pues todas se asemejaban, incluso hasta sus habitantes se habían amoldado a una existencia ordinaria libres de todo sobresalto. Pero ocurrió que una mañana, sin previo aviso, comenzó a nevar por primera vez ante el asombro generalizado de todos. No obstante, sucesos extraños se habían suscitado en los días previos, sucesos ignorados por la mayoría, sucesos que vendrían a justificar aquel inimaginable desenlace el día en que ví nevar.

Ante cualquier mapa se presentaba como ciudad, pero nosotros bien sabíamos que era un pueblo asfaltado, y como en todo sitio de esas características los habitantes se conocen demasiado. Los había de todas clases, los trabajadores inagotables, los ignorantes, los desventurados, los honrados. El señor Ophenbach estaba entre estos últimos. Desde que yo le conocía nunca le había visto mendigar, mas con su bien ganado status nunca se olvidaba de sus sirvientes ni de sus allegados que a veces parecían abusarse de su bondad. No fueron pocas las ocasiones en que le remarqué esta circunstancia, pero él siempre me respondía con esa sonrisa distraída que parecía dominar su rostro por completo. Porque hay varios tipos de sonrisas, la de compromiso, la de afecto, la desinteresada. La suya era muy expresiva. Su casona quedaba a un lado del camino que llevaba a las montañas, era un camino poco transitado por los del pueblo pues nada había de interesante en aquellas montañas petisas y apáticas, tal como las describía Estefanía, una joven con quien me frecuentaba desde hacía unos años y había comenzado a encariñarme. Estefanía era mi idealización de la felicidad, todo acto suyo era bien visto por mí, admiraba sus aciertos y encubría sus errores. Pero nunca lograba reunir el valor como para ir más allá de una simple admiración y así mi existencia solo se justificaba si ella estaba cerca. Eso ocurría casi a diario, pues si no era yo era ella quien me buscaba. Excepto los viernes. Ese día siempre iba a visitar al señor Ophenbach. Y siempre lo sorprendía  acomodando los libros de su basta biblioteca o conversando con su jardinero sobre alguna mejora para las plantas o simplemente observando por la ventana de su cuarto junto a su gato siamés. Pero aquel viernes de pronto algo cambió.

Recuerdo que era un día nublado, las calles se mostraban más solitarias y apáticas que de costumbre y el portón de la vieja casona estaba abierto. El jardinero había abandonado repentinamente sus tareas olvidando sus herramientas en el parque. Había una flor que había quedado a medio plantar, era amarilla, llamativa, pero sus pétalos anunciaban la cercanía de su muerte. Tomé la regadera humedeciendo la tierra y creí percibir un movimiento en la flor, un ademán de agradecimiento tal vez. Respondí con una cordial reverencia. Me acerqué a la puerta y llamé un par de veces, como nadie acudía a recibirme ingresé. Mis pasos seguían oyéndose a la distancia, jamás había percibido la soledad tan cerca. Mi voz se perdía en los distantes rincones, absorbida por el vacío. De pronto todos los sirvientes eran ausencias innegables, todos habían abandonado sus quehaceres repentinamente como quien arranca un tubérculo de la tierra. Observé escaleras arriba y llamé una vez más al señor Ophenbach. Junté valor y comencé a subir escalón por escalón mientras iba surgiendo la puerta entreabierta de su alcoba. Pregunté si estaba allí, mas una voz ronca me respondió bruscamente que me marchase.

-Señor ¿está usted bien? Soy yo.

Me dijo que me retirase, que no quería ver a nadie. Me asomé a la puerta y lo vi sentado en su sillón, junto al escritorio. Tenía una sinuosa columna de libros a su lado, pero lo más llamativo fue su mirada perdida quizás en algún punto de su antigua memoria.

-¿Señor?

Volteó a observarme y pude ver como su rostro se iba transformando al reconocer una cara familiar. Pareció aliviarle mi presencia, no obstante conservaba aún cierto recelo de su entorno, cada tanto observaba hacia la puerta o el armario como si desconfiase de nuestra soledad.

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