Dolor indeleble

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Aquel día de otoño, las hojas de los árboles yacían adornando el suelo. Decidí, junto con una amiga, visitar el parque de nuestra localidad para así comenzar a relatarle todas aquellas inquietudes que tenían carácter dominante en esos instantes de mi vida. Eran sin embargo, problemas personales que me carcomían y el no compartirlos podrían inducir al suicidio. Mientras caminábamos opté por disparar de a uno mis problemas, arriesgándome a que pudiese ignorarme. Le hablé de padres divorciados, de drogas, de criticas ajenas que sintetizándolas solo pedían que desapareciera del mundo. Verónica no encontraba consejo alguno que pudiese contestar a mis problemas; su silencio no era la respuesta que buscaba. Se me complicaba llevar tanta carga encima: deber encarar mis miedos, reír en días de melancolía y falsear una sonrisa que impidiera el formulario que planteaban terceros.

Mi emotividad me privó vislumbrar tal belleza que despedía nuestro entorno, la hojas crujían bajo nuestros pies a medida que caminábamos, los arboles frondosos estaban totalmente desnudos cual niño que apenas nace. Aquel paisaje me recordó un poco a aquel bucle infinito al que el humano pertenece: también experimentábamos cuatro estaciones al año. Conseguíamos mantener en balance nuestras vidas pese a las malas vibras como en verano, después de tanta lucha perdíamos todo como en otoño. Llegaba el declive, nos engullía, adoptábamos la soledad por compañera, como en invierno. Perecer no es opción, te dices. Florece tu espíritu de nuevo y te levantas, como en primavera. Yo no formaba parte de aquel bucle, ponía en desequilibrio toda lógica, por más que insistiese continuaba de rodillas. Verónica sin saber que decir, sujetó mi cadera y reposó su cabeza sobre mi hombro. Al cabo de un cuarto de hora nuestras piernas solicitaban descanso, por lo que acudimos a posarnos en el primer banquillo que conseguimos. La vida estaba repleta de desafíos que aumentaban su dificultad concorde al tiempo, cada obstáculo era único, era cruel, llegaba sin previo aviso, pero era tuyo. Verónica acabó por abrazarme; sus manos eran refugio pero no solución. Aquel gesto indujo al sollozo hasta que rompí en llanto, eran lágrimas que no tenían sabor, algo tan neutral que no tenían punto de comparación con nada, la depresión acababa conmigo. Mi mundo era el equilibrista, lo subjetivo la cuerda floja. Era lo suficientemente desdichado como para balancearme entre opiniones ajenas. Si quería felicidad, debía estar listo para el dolor. Con mi cabeza apoyada al espaldar me dispuse a observar el cielo buscando soluciones que Verónica no aportaba, mi cerebro había planeado tantas vías de escape que al final terminé por tener una ensalada de ideas que no sabía cómo unificar, era huir de la situación enfrentándome a ella. El reflejo del sol me cegó por unos instantes, así que volví mi vista hacia Verónica quien parecía distraída conversando con un chiquillo que no había detectado.  Tenía unos ojos color avellana, una pequeña cicatriz en la sien que su corta cabellera hacia relucir y un cuerpo flácido descansando en una silla de ruedas.  Se le veía contento e incluso jugaba con un cometa de color vinotinto que hacia juego con el paisaje. Era muy pequeño para el problema tan grande que tenia, la curva que formaba su sonrisa apaciguaba la gravedad de su situación. Verónica cruzó miradas conmigo y me presentó a  Sony, extendí mi mano esperando una estrechada que jamás llegó; regresé mi mano a su sitio y el señaló con su dedo índice hacia arriba.   

—Quiero volar tan alto como mi cometa —dijo mientras observaba aquel objeto volar—.  ¿Sabes cómo puedo lograrlo? 

Mirándole me perdí en pensamientos y al entrar en razón negué con la cabeza.  Parecía no haberle agradado mi respuesta porque cabizbajo torció un poco los labios

—¿En serio no sabes cómo? —Insistía con la esperanza de que asintiera.

—No lo sé Sony —susurré. Soltó una sonrisa como si mi respuesta hubiese sido una gran noticia para él. <<Menudo crio es feliz estando en esas condiciones>>. Decía para mis adentros

—¡Encontraré una manera de poder volar tan alto cómo mi cometa! —exclamó.

Envidiaba su manera tan sencilla de enfrentarse a su condición, a diferencia de mi, él si estaba agradecido de estar vivo. Sentía ganas de drogarme, pero mi moral me sujetaba por los brazos. Quería continuar llorando pero a estas alturas ya no tenía sentido hacerlo, un niño parecía enfrentarse mejor a la vida que yo. El chico se quedo acompañándonos y de alguna manera suprimiendo mis demonios. << ¿Cómo pretendes volar si no puedes tan siquiera levantarte?>>. Su pregunta se había adueñado de mí, nada me parecía tan importante cómo contestarle su duda. La presencia de Sony había dado vuelta a la conversación que Verónica y yo habíamos entablado así que iniciamos un nuevo tema a discutir con el fin de evadir el tema principal para ser prudentes. El mundo era el único enemigo que te daba las armas para enfrentarlo, yo tenía las armas, pero me había quedado sin munición.

—Quiero volar tan alto como mi cometa ¿Sabes cómo puedo lograrlo?  —repetía.

—No —repetí—. No podrás volar Sony, porque la vida es cruel y les da grandes sueños a personas con grandes problemas, cuando puedas levantarte podrás volar.

Verónica me miró un tanto decepcionada expresando un <<¿Por qué has dicho eso?>>. Era demasiado egoísta de mi parte tener que descargarme con Sony, él era un total extraño en mi agonía; mi dolor era algo ignoto para él. Un silencio seco se apoderó del instante y dejó de soplar. El rompió el silencio a carcajadas mientras amarraba el cordel de su cometa en una rueda de su silla. Rompí en lágrimas como un perdedor mientras golpeaba con mi mano ya empuñada mi rodilla derecha, me encorvé para dejar que mis lágrimas cayeran al suelo, mientras la pollina que ocultaba mi frente se encargaba de esconder mis ojos.  Verónica acariciaba mi espalda con la palma de su mano, susurrando que todo estaría bien, que no me preocupara, pero la verdad era que yo no lo creía así.

—¡Gracias a ti ahora sé que pronto podré volar! —afirmó Sony—. Gracias señor

 Lo miré con mis ojos heridos buscando comprender a que se refería, cosa que se respondió al segundo cuando lo vi levantarse de su silla lentamente, con pasos torpes logró ubicarse justo enfrente de mí y estiró su mano; respondí  estrechándola con la mía.

—Es poco lo que he aprendido a caminar, pero gracias a usted tengo mi meta más clara, justo ahora comenzaré a practicar y ya verá que podré volar tan alto como mi cometa.


Mirándolo, lo mejor que pude hacer fue sonreír, porque realmente admiré sus ganas de vivir.

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