2. Margareth
“Hecha la ley, hecha la trampa,
el mundo está lleno de tramposos.
Vivimos en un mundo corrompido
donde el dinero lo compra todo.
El dinero puede pagar hasta
la libertad del asesino
más sanguinario de todos.”
Tengo un mal sabor de boca después de la conversación con Samantha en la oficina. Mientras bajo las escaleras para ir a tomar café recuerdo aquellos malditos días.
Aquellas violaciones, los golpes, los gritos, las lágrimas de Samantha, aquellos momentos en los que ella creía que no me enteraba de nada pero la escuchaba maldecir y reprocharse cada una de sus decisiones. Los golpes que se llevó ella por intentar que no me los llevara yo, las heridas y quemaduras que esta porta en su espalda. Y aquella niña, recuerdo a aquella niña rubia de ojos azules, que lloraba con cada herida que nos curaba. Esa niña que iba encadenada de pies y manos, con ropas andrajosas.
No fue culpa de Samantha, fue de ambas, del amor a nuestro trabajo. Es un peligro existente, algo puede sucedernos en cualquier momento, así es nuestra vida y nuestro trabajo. Tampoco fue nuestra culpa que la niña no apareciera. No estaba muerta, simplemente cuando nos rescataron ella ya no estaba allí.
¿Se acordará de la niña?
No hemos hablado de ello desde que sucedió. Nunca lo hemos nombrado, nunca hemos hablado de esa pequeña, ni de lo que nos pasó. Hoy ha sido la primera vez que sale algo a la luz.
Finalmente llegamos a la cafetería. Ambas seguimos muy calladas, perdidas en nuestros pensamientos, que nos torturan día y noche. Nos sentamos en la mesa de siempre en la terraza, al sol y alejadas de cualquier ser humano que pueda poner la antena para escuchar.
—Hola, preciosas, un café con leche y un Cola Cao, ¿verdad? ¿Ambos con tostadas de tomate? —dice el camarero—. ¿Estáis bien? Tenéis mala cara.
—Sí, Jorge, lo de siempre —digo con una amplia sonrisa—. Tranquilo, demasiado trabajo y papeleo.
Entonces se marcha. Parece que mi explicación le ha convencido.
—Este chico cada día está más bueno —dice Samantha—. ¿Qué estás mirando?
—A esos dos policías que vienen directos aquí.
Entonces veo cómo se gira con disimulo, pero a mí no me engaña. Su gran debilidad son los uniformes, es ver uno y caerle las bragas literalmente al suelo.
—¡Ohhh, por Dios! Yo quiero que me detenga el moreno. ¡¡A ese le enseñaba lo que es una mujer de verdad!! —dice volviéndose hacia mí.
Pongo los ojos en blanco y sigo el camino de ellos con la mirada.
—Pues igual podrías hacerlo ahora. Porque me da que es verdad que van a venir hacia aquí. Están hablando con Jorge y él señala esta mesa.
—Buenos días, señoritas, ¿son ustedes las propietarias de Temis detectives? —pregunta el policía de ojos azules mientras se acerca a nosotras.
—Sí. ¿Podemos saber quién lo pregunta? —digo mirándolos fijamente.
—La policía —contesta el compañero de este arqueando una ceja.
Es impresionante, atractivo. Tiene el pelo rapado, los ojos verdes, cuerpo atlético, es moreno de piel y tiene una cara de niño bueno que me vuelve loca.