No soy la que pensáis,
si no es que allá me habéis dado
otro ser en vuestras plumas
y otro aliento en vuestros labios,
y diversa de mí misma
entre vuestras plumas ando,
no como soy, sino como
quisisteis imaginarlo.
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
Varsovia
Ya no siente frío en el pecho desnudo. Los labios aprietan su pezón que libera las primeras gotas de leche, algunas se deslizan por la barbilla de Moishele. Rojl las detiene con un dedo que lleva a la boca; saben a despedida. De pequeña, conoció otros adioses. Berdichev, apenas un lunar de la gran Rusia donde había nacido, quedó atrás y nada se acuerda de lo que cuentan sus padres y su hermana Díneleh. ¿Un osito de paño que perdía aserrín? El suave pelo del bebé le hace cosquillas. Se estremece. La boquita de Moishele insinúa una sonrisa. Hijito, vos tampoco guardarás recuerdos de Varsovia, y más vale que así sea. Todo tu mundo gira alrededor de mi cara y tu única travesía es saber llegar a estas dos montañas desoladas de caricias. Cuando por fin tu padre nos abrace festejaremos tu nacimiento. Tal vez, más adelante, preguntes por qué no llevas su apellido. Puede que tu hermano Shíkele te invente historias para hacerte rabiar. No creas todo lo que te digan. La verdad es que papá está demasiado lejos y yo tuve que anotarte con mi apellido de soltera para poder embarcar. ¿Acaso no suena bonito: los hermanos Moishele Liberman y Shíkele Ferber? Y después de todo, ¿qué importancia tiene? A mí también me gusta inventar historias.
Con sus veintidós años Raquel, en el aturdimiento de aquellos días atravesados por la Primera Guerra Mundial, no sabe que se inventará una vida para ocultar la que el destino le está tramando.
—Shíkele, mi niño grande, ¿entiendes algo de lo que pasa? Muy pronto subiremos a un barco... El aire de mar curará tus pulmones y cantaremos esa canción del corderito que se perdió en el bosque. ¡Cuando papá te vea caminar...! Tienes cara de actor. No sé si en Argentina los actores son bien considerados. Pero me gustaría verte en un escenario, y hablando castellano. Porque el idioma es lo primero que tenemos que aprender. A mí me va a resultar fácil, lo sé. Idish, un poco de ruso, polaco. La boca se acostumbra. Nos tuvimos que acostumbrar a tantas cosas... Con menos de dos años, deberías estar jugando con tus primos en el patio, desparramando risas por los rincones... Me duele tanto exigirte que te quedes sentado sobre la cama... Pero no quiero más discuciones con mi hermana y su marido. Ya bastante malestar cuando llega la hora de comer. Si no fuera porque necesito alimentarlos, no aceptaría su caridad.
¡Basta de teta, glotón, voy a empacar! Sus manos repasan, apilan y guardan en el baúl forrado con una sábana vieja, la ropa, el edredón y almohadones de pluma, la cortina al crochet tejida por la madre, el mantel que bordó para la mesa del Shabes*. Huele bien el camisón que estrenará para Iaacov, una bolsita de tela resguarda los frutos vivos del pino para no manchar el satén. Su cabeza construye una casita de techos bajos, con un sendero bordeado de pinos a los que trepan los niños para esconderse cuando comenten travesuras. Y les relatará que esos árboles nacieron de los conitos del pino que trajo de Varsovia y que ella misma plantó. Encima de todo viajará el libro que su padre le regalara el último día de clase en la escuela Jerusalén; entre sus hojas pone la única foto familiar. Rojl había posado con él; su madre no quiso retratarse porque le tiene miedo a esos aparatos modernos. ¡Qué pena!