El gran problema de la X

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—Trunks...

—¿Qué?

—Dicen... que es imposible que algo suceda entre nosotros.

Él la mira cuando le oye lo último, lo hace apartando por un momento los ojos de la atestada calle central de la Capital del Oeste, esta que atraviesan en una lujosa nave marca Cápsula en plena noche. Hay timidez en su voz; también, ésta denota un ápice de irritación. Sonríe al pensar en cuán transparente es la niña, «niña» porque sabe que ella siempre será eso para él, aunque tenga veinticinco, cuarenta y nueve o cincuenta y cuatro; trece años de diferencia producen en él esta eterna sensación. Obviedades.

Habiendo devuelto la mirada a este camino que recorren, indaga:

—¿Quién dice?

Ella separa las piernas y sujeta el borde del asiento entre éstas, con las dos manos. Su ceño está fruncido y un puchero le asoma por la boca. Cómo le divierte verla así. Siempre tan aniñada, tan a la defensiva contra aquello que la incomoda. Siempre tan genuina, ella, la «niña».

Todos —responde convencida—, todo el maldito mundo lo dice.

Él suspira. Sabe que le molesta eso así como sabe, de igual forma, que aunque ella se jacte de no dar importancia a los demás y hacer oídos sordos a las críticas, en realidad le importan, y mucho.

Le importan más de lo es capaz de admitir.

—¿Y quiénes son «todos»?

Ni bien termina de pronunciar su nueva pregunta, la ve levantar los hombros como si de un muchachito se tratase, uno que se ha portado mal y no lo quiere admitir. Su gesto grita evasión, arrepentimientos ante el tópico escogido: ¿yo qué sé?, es lo que dice sin decir. Él nota cómo los ojos de ella se mueven en claro nerviosismo. Sí: ese «todos» le importa aunque, a sus veintiún años, sepa que es absurdo que así sea.

—Pan —dice él, y sonríe una vez más; sólo mencionar el nombre de la niña lo sume en sensaciones placenteras. A él no le importa, no le interesa en lo más mínimo esto que a ella le representa poco menos que un universo entero. En él, como siempre si de él se trata, le pese a quien le pese, hay convicción. ¡Oh, sí! Convicción—, no tienes que pensar en eso.

»Sí, es cierto que mucha gente lo dice, que no es posible que esto esté sucediendo entre tú y yo. No creen en esto, en lo que podemos ser les guste o no les guste; simplemente se basan en lo que les parece, pero en realidad no tienen ningún derecho a meterse. —Ejecuta una certera caricia en las mejillas enrojecidas por la furia; lo hace con una mano mientras con la otra manipula el volante. La incapacidad de Pan a la hora de ocultar lo que piensa y lo que siente es algo que, a él, le resulta por demás adorable. Hay algo tierno y puro en su furia incontenible; hay humanidad—. Ya te lo he dicho: no les hagas caso. Si no les gusta que estemos juntos que miren para otro lado y ya. Nadie los obliga a mirar.

La escucha refunfuñar; sonrojada por el fastidio y la pena, él la siente una bomba de tiempo. Qué impetuosa chiquilla, qué honestidad brutal destila en el tono de cada palabra que pronuncia, en los ademanes nerviosos que desliza por el aire, en las miradas que hace viajar a la velocidad de la luz por el entorno; en el ki que hace parpadear sin darse cuenta, ese ki del cual ama jactarse, ese que es su orgullo y su razón de ser. Su fuerza, sus batallas; ella en esencia, guerrera aunque la hayan deseado dama al nacer.

—No me importa —asegura. Él detecta la mentira—, sólo me fastidia que se metan en lo que no les incumbe como si tuvieran derecho a hacerlo. Digo, ¿qué carajo les importa? Es nuestro problema, son nuestras vidas. ¿Con qué derecho...?

—Niña: te importa. Te importa mucho, y te fastidia no por lo que dices (que es cierto: a ellos no debería importarles un carajo), sino porque no toleras que piensen distinto a ti. ¿O no? —Frena ante el semáforo, gira hacia ella y acaricia la mejilla enrojecida con los labios. Ella está tensa y parece de piedra; ni se inmuta por su gesto. Está enojada, sí, obviamente—. A las personas no les gusta que haya gente que piense distinto, a todos nos molesta en algún punto, quizá más con una cosa que con otra, quizá sólo con aquellos temas que son sensibles para nosotros, pero no: a nadie le gusta que le digan que está equivocado. —Sin más, arranca justo cuando el semáforo cambia de rojo a verde.

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