Max

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Si algo tenían en común ese asqueroso chucho y ella era su mutuo odio. Él la miraba sopesando si debía confiar o no, y ella, por su parte, hacía todo lo posible por no mirarlo.

A Ágata Fernán no le gustaban los perros, ni los gatos, ni los pájaros. Posiblemente tampoco le gustaban las personas.

Vivía en un viejo chalé, situado a las afueras del pequeño pueblo valenciano llamado Albalat. Le agradaban la oscuridad y la soledad; el bullicio de las modernas y grandes ciudades le provocaba jaqueca. No se había casado nunca, pero eso era algo que no le importaba, los hombres tan sólo eran animales bárbaros que cuando tenían cerca a una mujer no podían ni pensar, y además, con los hombres se hacían cosas cochinas, y ella no quería pecar, pues desde pequeña su madre le había inculcado que una mujer correcta y buena no pensaba ni hacía cosas cochinas, eso era para las mujerzuelas que se dejaban abrazar por las garras del demonio.

A sus cuarenta años, sólo tenía ojos para su único amante: Dios.

Un Cristo crucificado presidía la pared de su austera habitación. Había heredado los muebles de su querida y santa madre, y ni por un segundo se le había pasado por la cabeza cambiarlos por unos nuevos cuando había muerto. La modernidad era para aquellos que querían vivir a lo loco, para aquellos que no tenían conciencia de que estaban sucumbiendo a las lujurias que les condenarían al infierno.

Su existencia había sido perfecta hasta que ellas — y el maldito perro, recuerda al maldito perro— habían llegado al chalé de al lado, donde no había vivido nadie hasta entonces.

Había contemplado cómo bajaban del coche (ella no tenía coche ni se había sacado nunca el carné de conducir porque eso también era un motivo para pecar), espiando desde detrás de su cortina. Una mujer de unos treinta años de edad, quizá más joven, y una niña pequeña. Había chasqueado la lengua, porque los niños la ponían nerviosa, y se había girado dispuesta a olvidarse de ellas cuando había descubierto lo que la niña llevaba cogido en brazos: el jodido chucho, por aquel entonces todavía un cachorro.

Por otra parte, con el paso del tiempo se había enterado de que aquella mujer era madre soltera. La repugnancia hacia su nueva vecina había crecido hasta límites insospechados y continuamente la vigilaba, pensando que posiblemente era una ramera y llevaba hombres a su casa. Su imaginación hacía el resto.

La única que le daba un poco de pena era la niña. Alguna vez había cruzado unas pocas palabras con la pequeña y todavía poseía la inocencia de los niños que creen que su madre es la mejor, pero podía salvarla, sí, podía hacerlo. Llevarla al camino correcto, al camino que Jesús creó para llegar al cielo. Únicamente existían dos obstáculos: la madre, y el perro.

Las noches habían sido duras hasta que el can había crecido lo suficiente como para no llorar. Se tenía que tapar los oídos con la almohada y aún así podía escuchar los lastimeros quejidos del cachorro, al que sacaban por las noches al jardín. Después había crecido y se había hecho grande, muy grande.

Cualquiera que entendiese de perros, o al menos que hubiese salido un poco más de su casa, habría averiguado enseguida que el perro era un Husky Siberiano, pero para Ágata era “una criatura diabólica”, y le había puesto ese sobrenombre por los ojos, porque uno era de color azul, y el otro de color marrón y para ella aquello era una señal de que ese animal era un esbirro del diablo. Si Ágata hubiese sido una persona normal, habría sabido que aquello no era nada atípico en esa raza perruna.

La ocasión se presentó al cabo de un año de la llegada de las vecinas. Ágata se encontraba soltando los rezos matutinos cuando el timbre sonó. Se levantó de la silla, y dejó el rosario con sumo cuidado en la mesa. Cerró la Biblia y se la puso bajo el brazo dirigiéndose hacia la puerta. Se sorprendió al descubrir a la fulana de la vecina, con una gran tarta ante ella.

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