¿Quién inventó el orden alfabético?

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Una persona entra en una librería. Va con prisa. Olvidó comprar un regalo para su pareja, pero sabe qué autor le gusta y que novela de ese autor le falta. Sábado por la tarde. Ni un solo dependiente libre a quien consultar. Va a la sección de novela histórica. A, B, C, D, E... M. Ahí está. Ha sido rápido. Mientras nuestro amigo se dirige a la caja, bendice a quien fuera que inventara el orden alfabético. Va a llegar a su cita,va a tener el regalo perfecto, todo a tiempo. Y siempre gracias a esa magnifica ordenada sucesión se letras, aunque ya no piensa en ello.
Una vez en la calle se cruza con montones de personas: todas van de un lado a otro, unos miran sus móviles, buscando en sus agendas electrónicas nombres de amigos, parientes, conocidos que el chip de su teléfono organiza por orden alfabético; el semaforo se pine en verde. Decenas de coches inmóviles, con sus matrículas de números y letras ordenadas por orden alfabético, le miran con sus faros mientras cruza la avenida; anhelan su propia luz verde para seguir sus infinitos trayectos. En una clínica un médico consulta en su ordenador una base de datos organizada por orden alfabético; en su casa, una señora, a quien el mundo digital pillo a contrapie, busca en las páginas amarillas la F para encontrar un fontanero. Hay invenciones geniales que por su uso común parece que estuvieron con nosotros desde siempre, pero no fue así. Nada ha surgido de la nada. Es solo que en la ineludible vorágine del presente olvidamos nuestro pasado. Así, no sabemos quien inventó el fuego o quién diseño un día la primera rueda. De igual forma podemos preguntarnos: ¿sabemos acaso quien inventó el orden alfabético, ese mismo orden sin el que no sabriamos identificar nuestros coches, organizar nuestras agendas electrónicas o encontrar una buena novela en una librería? Viajemos atrás en el tiempo, pues esta historia empezó hace muchos años.
A mediados del siglo III a. C., el gran imperio de Alejandro Magno acaba de descomponerse en diferentes estados y a la cabeza de cada uno de esos nuevos reinos ha quedado uno de sus veteranos generales. Seleuco se quedó con Babilonia, Mesopotamia, Persia y Bactria; Antigono obtuvo el control de Frigia, Lidia, Caria, el Helesponto y parte de Siria hasta los confines más recónditos del Valle del Nilo. Las guerras de frontera, precisamente contra los otros generales del fallecido Alejandro, ahora convertidos en ambiciosos reyes, consumen las energías de Egipto, pero, aún asi, Tolomeo I funda un nuevo edificio en Alejandria más allá de los intereses militares: una biblioteca. No tuvo tiempo de más. Teniendo en cuenta a dos belicosos vecinos, ya hizo mucho. Su hijo Tolomeo II le sucede en el trono, pero Tolomeo II no es el gran militar que fue su padre y pronto es derrotado en las fronteras del reino; Tolomeo II, rey faraón de Egipto, se concentra entonces en las grandes obras públicas en Alejandria: continúa con la consolidación de la biblioteca y construye, en la isla de Faros, una gran torre con fuego en lo alto que servirá de guia a los barcos que llegan al gigantesco puerto de aquella emergente urbe del mundo antiguo. Eran barcos cargados con todo tipo de mercancías venidas desde todas las esquinas del Mediterráneo: aceite de la lejana Hispania, vino de la Galia, lana de Tarento... Y entre todo lo que traían había cestos enormes repletos de rollos y más rollos de papiro con volúmenes de todo tipo: obras de teatro, poemas épicos, tratados de filosofía, medicina, matemáticas, retórica y cualquier rama del saber de la época. Se trataba de recopilar todo el conocimiento para construir la mayor y mejor biblioteca del mundo, pero llegó un momento en que todos los funcionarios del nuevo edificio se vieron desbordados por la enorme cantidad de rollos que tenían y asi se lo comunicaron a su rey. Fue entonces cuando Tolomeo II llamó a Zenodoto.
-Necesito que te ocupes de la biblioteca-- le dijo Tolomeo II
Zenodoto se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en la recopilación de los viejos poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil de entender que empleaba palabras viejas olvidadadas por todos, hasta el punto de que había ocupado las últimas semanas en escribir un detallado glosario que recopilara todos aquellos términos.
-El rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que pueden ocuparse de la biblioteca--respondió Zenodoto para intentar zafarse de un encargo que retrasaria en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre manos y que le interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros.
El rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues según la milenaria tradición esos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de las pirámides, sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto.
-Sólo te pido que vayas a ver la biblioteca. Entonces entenderás
Zenodoto no podia negarse. A fin de cuentas era el faraón quién financiaba sus trabajos. Asi, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja biblioteca. Nada más llegar empezó a entender: Tolomeo II había ampleado notablemente los edificios que su padre habia dedicado a aquel centro del saber. Las dimensiones eran descomunales. Era evidente que nunca antes se habia construido una biblioteca de esa envergadura, pero aquello carecía de importancia en comparación con lo que Zenodoto encontró en su interior: centenares de trabajadores llevaban miles de cestos repletos de rollos de papiro de un lugar a otro, distribuyendolos según podían por las inmensas salas de aquella gigantesca obra. Había centenares de miles de rollos de papiro, quiza más de un millón. Incontables, inabarcables. Zenotodo comprendió al rey faraón. No habia encontrado a nadie que ni tan siquiera pudiera haber intuido cómo ordenar todo aquello. Y ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valia nada por el mero hecho de acumular centenares de miles de rollos si nadie era capaz de encontrar uno cuándo alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas bibliotecas griegas , donde se acumulaban unos centenares de rollos, el veterano bibliotecario de cada lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto, pero alli aquello era absurdo. Nadie podía recordar tanto. Habia que clasificar, como fuera; pero clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos. Ni siquiera bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de amilanarse con facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel universo de palabras? Tenia que haber alguna forma.
Zenodoto no durmió aquella noche. Se movio inquietó en la cama. Solo soñaba con miles y miles de rollos en grandes colinas dispersas como tumulos fantasmagóricos. Se incorporó sobresaltado. Estaba sudando profusamente. Se levantó y echó agua fresca en un vaso de cerámica. De pronto tuvo un momento de iluminación.
A la mañana siguiente fue hablar con el rey.
-Yo me haré cargo de la biblioteca--dijo, y Tolomeo II asintió satisfecho.
Zenodoto regresó entonces a aquel imponente edificio y se situó en medio de aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario de palabras antiguas de Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel poeta que los habia ordernado por grupos, los que empezaban por A todos juntos, luego los que empezaban por B y así sucesivamente. Al principio le pareció algo demasiado simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien para localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a una mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría.
-Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su autor.
Todos le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo, infinitamente aliviados. La tarea llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo de ver en vida aquella inmensa biblioteca con todos los centenares de miles de rollos archivados y localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar sobre los poemas de Homero.
Y asi seguimos. Asi que cuando busque un libro en una libreria o el número de teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el móvil, recuerde al bueno de Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de nuestra memoria.

Un poco largo pero vale la pena leerlo ;&

LA NOCHE EN QUE FRANKENSTEIN LEYÓ EL QUIJOTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora