Zephyros estaba cada día más desesperado. Si no conseguía averiguar quién le robaba el ganado, no tendrían para comer y su familia no podría subsistir hasta el próximo año. Se acercaba el invierno y los días eran cada vez más cortos, las cosechas escaseaban y sus hijos estaban cada vez más hambrientos.
Desde su humilde casa de campesino, Zephyros y su mujer Hagnes contemplaban horrorizados cada año cómo se adentraban en el laberinto los catorce jóvenes que el pueblo de Atenas sacrificaba al Minotauro, la terrible bestia que habitaba en él.
Una oscura noche sin luna, el valeroso Zephyros decidió esconderse en el establo para poder ver quién se llevaba sus preciados animales. Hagnes intentó disuadirlo de semejante idea haciéndole ver que también se lo llevarían a él, aunque sabía que no conseguiría convencerle contase lo que le contase.
Era una noche fría, debido a la proximidad del invierno, y por eso el campesino se ocultó con una manta de lana y ropas abrigosas junto a las pocas cabras que quedaban.
De repente, en el silencio de la noche, oyó un ruido extraño que se aproximaba a la casa; muchas patas que avanzaban velozmente. Cuando vio los seres de los que procedía el sonido, casi se le paró el corazón; tenían un cuerpo negro, grande y peludo de los que salían ocho patas igual de repugnantes, sus seis ojos de color escarlata observaban fríamente a los animales y las pinzas que tenían por boca se contraían como si estuviesen pensando en las suculentas presas que se llevarían esa noche. Eran las arañas más grandes que había visto en su vida, algunas llegaban a tener el tamaño de una liebre adulta.
Zephyros contempló como envolvían a dos de sus cabras con su pegajosa tela y se las llevaban entre todas en dirección al laberinto. Momentos más tarde, se adentraban en él y todo quedó como si no hubiese ocurrido nada. El campesino, con el pánico todavía en el cuerpo, decidió entrar en el laberinto para matar a las arañas y terminar con el problema. Se hizo con una antorcha, un cuchillo y algunos víveres por si no volvía en unos días y se armó de valor.
La entrada del laberinto estaba cubierta de telarañas que le daban al lugar un aspecto tenebroso. Zephyros estuvo a punto de marcharse de aquel horrible lugar, pero se acordó de la expresión famélica que tenían sus hijos permanentemente en la cara y avanzó con paso decidido hacia el interior. Conforme iba avanzando, encontraba cada vez más telarañas y algunos cadáveres de los infelices jóvenes que cada año se adentraban en aquellos muros sabiendo que iban a morir. Algunos eran bastante recientes, y de otros solo quedaban algunos huesos amontonados en el frío suelo de tierra. Zephyros se estremecía cada vez que se encontraba con alguno.
Cada vez estaba más cerca del centro, el lugar donde habitaba el descomunal Minotauro, y en ciertas ocasiones se encontró también con el cadáver de alguno de sus animales.
Por fin llegó al centro. Una gran puerta de madera podrida daba acceso a la morada de la bestia. Estaba medio abierta, por lo que el campesino no tenía que abrirla para acceder a la estancia. Preparado para atacar, con el cuchillo en la mano, se asomó y observó lo que había a su alrededor. Lo que vio lo dejó estupefacto...¡¡¡El Minotauro yacía muerto en el suelo!!! No podía dar crédito a lo que veían sus ojos.
Cuando se estaba preguntando qué es lo que habría matado al animal, vio una extraña sombra que avanzaba hacia él. Su instinto le decía que ni un cuchillo ni una antorcha lo podrían salvar del desastre que se aproximaba lentamente. Era hombre muerto.
FIN
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El misterio del ganado desaparecido
Mystery / ThrillerZephyros estaba cada día más desesperado. Si no conseguía averiguar quién le robaba el ganado, no tendrían para comer y su familia no podría subsistir hasta el próximo año. Se acercaba el invierno y los días eran cada vez más cortos, las cosechas es...