Parte 1

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El crepitar del fuego es el único sonido en la alta llanura. La danza de las llamas el único movimiento. Lenguas de fuego rojo, amarillo, ámbar que se superponen unas a otras en una continua lucha contra la extinción.

Un par de ojos negros miran hacia ellas, tez morena, sudor en la piel. Se escucha el sonido de un suspiro, el movimiento del cuerpo que se levanta, los pies que se hunden en tierra húmeda. El rostro se gira, alerta de repente. Los ojos se estrechan, el cuerpo adopta en silencio una posición guerrera. Un arco se tensa, una flecha cruza el aire nocturno y se clava en piel, músculos, la sangre mancha la corteza de un árbol.

Los pies del joven se mueven con habilidad sobre la hierba, cruzan una porción de llanura y se desvían hacia la presa herida. Una pequeña plegaria sale de sus labios gruesos, un cuchillo crea un arco en el aire y acaba con el sufrimiento del animal que, con un último estertor, duerme para siempre y se reúne con los dioses de la naturaleza.

La sangre se siente caliente contra la piel de las manos. Arranca la fecha del cuerpo y vuelve a soltar un suspiro. Con una mirada al cielo surcado de miles de puntos de luz, traza una señal con los dedos y susurra otra plegaria que nada salvo la brisa que le acaricia el rostro llega a escuchar.

—Te encontraré, hermano —habla con una voz grave que contrasta con su rostro juvenil—. Te encontraré allí donde otros se rindieron.


**


Lleva ocho jornadas de travesía. El sol le quema los hombros y la piel del rostro en la grupa del caballo. La falta de árboles en las llanuras es enemigo de todo el que ose cruzarlas, pero el muchacho no cesa su caminar. Le mueve un sentimiento, ese que le aletea en el pecho y le permite avanzar. Las llanuras no son eternas a pesar de la acción del hombre, de los conquistadores, de las guerras de clanes que ha visto sembrar de dolor y muerte un paisaje dejado atrás. Donde antes se alzaban árboles, vegetación verde enriquecida por las aguas de los afluentes, ahora se dejan ver casas, vías de hierro que supuestamente van a unificar un país y traer prosperidad. Los disparos suenan en la lejanía, las espadas caen a tierra y un imperio junto a sus dioses protectores desaparece con cada grito de dolor y giro del destino.

Al final de la tarde le llega el olor de la pólvora y el cielo se tiñe de rojo. Se tapa el rostro y se oculta en la vegetación, una mano cerca del carcaj, el paso del caballo lento y cuidadoso. Entre los árboles, cree percibir un canturreo pero este no le pone en alerta. Es el viento, que susurra entre las hojas de los árboles y le cuenta qué está ocurriendo al otro lado del muro de vegetación.

Sus ojos se clavan en una forma que aparece de repente sentada en una rama nudosa de retorcida forma.

—Kodama —murmura.

El espíritu del árbol le mira a los ojos. El caballo relincha.

—Tranquilo, es un amigo.

El Kodama emite un sonido al mismo tiempo que la brisa agita las ramas de su árbol decorado con un shimenawa. Se levanta sobre sus cortas patas y desaparece.

El joven alenta al caballo a girarse. Decenas de Kodama le observan con ojos curiosos desde sus respectivos árboles. Pequeñas formas que producen un sonido de repente al unísono, creando un eco en el bosque y nublando por unos segundos los sentidos del muchacho.

Yamabiko.

—Kai —susurra la brisa.

—Ese es mi nombre. No temáis. No vengo con deseos destructivos. Sólo busco a un amigo. ¿Me ayudareis? —habla con voz clara y concisa.

El bosque de los espíritus » KaiXingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora