-El chico del trigal-

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Lucy siempre fue una chica demasiado tímida. Pero no obstante, también fue una chica demasiado alegre para dejar de sonreír para siempre. Siempre pensó que su vida era como una montaña rusa, y que cuando estaba en lo más alto, ella debía gritar. Pero no era un grito de miedo, era uno de alegría, de emoción, de una inmensa felicidad, de todo un cúmulo de sentimientos. Ella no solía ser pesimista, era más bien optimista, risueña, sacando sonrisas a todo el mundo. Ella era dulce, una buena persona. 

Lucy no era de las que le gustaba hablar de su pasado, ya que como todo adolescente a su edad, (quince años), se avergonzaba terriblemente. 

Pero esta pequeña historia debe empezar, y todo comenzó con un "¡No grites, por favor!" y todo terminó con un "Te quiero, siempre."

El pelo de Lucy resplandecía bajo el sol veraniego. Por el viento, su pelo ondeaba, se movía de un lado a otro. 

—¡Hey, no corráis tanto! —gritó Rachel, fatigada por la gran carrera, se paró y se tumbó en la hierba fresca del escampado. 

Era un terreno gigantesco, había un maizal, un trigal y una zona de hierba. La hierba verde y el trigal estaban separados por un gran maizal, el maíz era tan alto que apenas se veía el pueblo a lo lejos. Estaban jugando al "béisbol", y no era exactamente el deporte por que el que es conocido, sino una pequeña modernización y modificación que había hecho ese grupo de seis mejores amigos. Uno golpeaba con el bate, otro tiraba la pequeña bola blanca, y los cuatro restantes tenían que encontrar la bola, y quién la cogiese primero le tocaba batear. Rachel se había cansado en seguida y se había quedado con Susan y Adabella las cuales les había tocado batear y tirar la pelota.

Clarissa, Lucy y Travis seguían corriendo hacia donde había caído la bola, parecía ser que ninguno de los tres se iba a dar por vencido.

—Yo no puedo... más. —susurró Clarissa tirándose al suelo. Sus dos amigos, Lucy y Travis seguían corriendo, ella por delante de él. La bola había cruzado el cielo y había caído en el maizal.

—¡Esta vez ganaré yo! —gritó Lucy emocionada—-. ¡Intenta cogerme si puedes, saco de huesos!

Travis suspiró, no había remedio con esa chica. Ni con ninguna de las otras cuatro, todas se metían con él para picarle, y para que actuase de una forma.

—¡Eso ya lo veremos! —gritó Travis, y sonrió, Lucy le caía muy bien.

Lucy siguió corriendo, adentrándose en el maizal. Las espigas de maíz eran tan altas, que superaban a Lucy en altura, por lo que Travis apenas veía.

Lucy siguió corriendo, en cambio Travis, se paró, la había perdido de vista, no sabía que camino había tomado la chica. Siguió corriendo por otro camino, en busca de la chica del pelo cobrizo.

Lucy siguió corriendo, en busca de la bola blanca, sonrió en su interior, Travis la había perdido. 

De pronto, su pie tropezó con una piedra y cayó al suelo de frente. Había caído en un llano de dos metros cuadrados. Se sentó en la tierra, las rodillas le sangraban. Lucy cerró los ojos y cogió aire, lo soltó poco a poco, ver sangre la mareaba.

Cuando los volvió a abrir un chico estaba enfrente de ella. Lucy estaba a punto de gritar, el chico tenía una marca de sangre en su camisa blanca alrededor del pecho, el chico le tapó la boca con una de sus manos.

—¡No grites, por favor! —le suplicó el chico, y le apartó la mano—. Sólo es tomate.

Lucy se fijó en los ojos de ese chico, eran de un azul oscuro, casi como el mar. Su pelo le caía desordenado por la frente, de un negro azabache.

El chico del trigalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora