Marco sentía la adrenalina disparada mientras estaba revolviendo la estantería del salón. Era difícil encontrar perlas o fijarse en si los adornos que guardaba en el saco tenían algún valor mientras el corazón le latía a mil por hora, pues sabía lo que podía esperarle si terminaban por cazarle. Se acercó al árbol de Navidad y miró rápidamente en los regalos. Los pequeños seguramente serían los que guardarían las cosas más valiosas —en su mayoría perfumes y joyas— aunque si encontraba sobres tal vez podía conseguir algo de buen efectivo. Quizás incluso algún juguete para su pequeña Sally. Abrió impaciente una tarjeta con un envoltorio rosa cuyo contenido parecía mostrarse suelto, dentro tenía escrita la leyenda Para Marta, mi niña especial. Lo que encontró le hizo sentirse bastante triste. Una fea y vieja bolsa de carbón jugueteaba en la palma de su diestra mientras que con la siniestra leía un texto impactante.
Querida, Marta:
Este año te has portado mal, por tanto, no me has dejado otro remedio que regalarte esta bolsa llena de carbón. Considera que este año tu regalo va a consistir en una lección que, con toda sinceridad, espero que mantengas siempre en tu corazón. Una lección de decencia, respeto y honestidad hacia tus padres y todos los que te rodean.
Con cariño:
Papá Noel.
No pudo evitar sentirse algo sobrecogido con la carta, no había peor sensación que la de la futura tristeza de una niña.
—Hola, señor. ¿Quién es usted y qué hace en nuestra casa?
Aquella voz tan fina casi le provocó a Marco un serio problema cardíaco. Frente a él estaba una niña que apenas debía de tener de cuatro a cinco años, con un pijama rojo y un rostro angelical aunque también, bastante desconfiado. Durante unos segundos se mantuvo en silencio, tratando de buscar en su mente una excusa que pudiera evitar que la pequeña diera la alarma. Al ver el saco, tuvo al fin una epifanía.
—¡Ho, Ho, Ho! ¡Feliz Navidad, Marta! ¡Soy yo, Santa Claus!
A pesar de su actuación tan convincente, la pequeña no era para nada tonta.
—No me lo creo, Papá Noel va de rojo, lleva barba y está gordo. Por no hablar de qué mamá me dijo que vendría mañana por la noche, porque esa es la noche de Navidad.
Desde luego, cuanto más pequeños más sinceros resultaban.
—Bueno, estoy así porque he decidido tener un nuevo look, ¿no crees que me sienta mejor estar sin barba? Además, he hecho algo de dieta para poder resaltar mejor mi figura. Piénsalo, ¿cómo podría saber tu nombre si no fuera el verdadero Santa Claus?
—En eso tienes razón. Sin embargo, eso no explica porque has venido antes de Navidad.
—Pues verás, yo...
Interrumpiendo a Marco, la niña se acercó al regalo que tenía entre sus manos.
—Espera, ¿eso es para mí? —dijo. Poco a poco sus lágrimas comenzaron a deslizarse—. ¿Vas a darme carbón? ¡Lo único que hice fue preguntarle a papá que si había que ser bueno y honesto, por qué no le daba algo de dinero al pobre que estaba pidiendo en la puerta del supermercado! ¡Sé que no debí contestarle mal, pero prometo que no volveré a hacerlo! ¡De verdad!
¡Eso era el colmo! Así que el alcalde quería castigar a su hija por hacer preguntas que resaltaban su falta de honestidad... ¡en nombre de la mismísima honestidad! ¿Quién era él para darle lecciones —además, equivocadas— a su hija sobre lo que era lo correcto y honrado cuando tanta gente se quedaba en la calle y se moría de hambre mientras él y los concejales se cebaban en la opulencia? ¡Eso era algo que tenía que arreglar inmediatamente! ¡No permitiría que aquello quedara así de impune!
—No, escucha: esto ha sido culpa mía. He venido aquí la noche antes de Navidad porque me he dado cuenta del error que he cometido. De hecho, aquí tienes tu regalo —contestó. Inmediatamente después, buscó en sus bolsillos y sacó un fajo de billetes que había sustraído hacía unos momentos de una caja y le dio dos de cincuenta euros a la pequeña Marta—. Toma, para que te compres alguna muñeca Barbie o cualquier juguete que quieras, pero no se lo digas a tu papá. ¿De acuerdo?
—¿Y qué vas a hacer con el carbón? —preguntó mientras se secaba las lágrimas.
—Se lo voy a dar a tus padres, porque este año ellos se han portado mal. No han sido honestos con su pueblo, y por culpa de ellos, muchas personas se han quedado este año sin trabajo para poder pagarse una buena cena de Navidad.
La niña se quedó perpleja.
—¿Eso han hecho? Pero... ¡Son padres! ¡No pueden equivocarse!
—Créeme, pequeña —respondió—: los adultos también se equivocan.
Y sonriendo, la pequeña Marta vio como aquel que consideraba, era el nuevo y mejorado Papá Noel, se iba marchando para repartir más regalos y amor en aquella noche previa a la Navidad.
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LOS ADULTOS TAMBIÉN SE EQUIVOCAN
HumorUn pequeño encuentro mágico en la noche antes de la Navidad le da a Marta la oportunidad de aprender que el ser adulto no te hace ser exento de cometer errores. Pequeño relato de dos páginas presentado en su día en el concurso de Relatos Navideños d...