La Casa Roja

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Maite

         Mi vida ha sido bastante distinta a lo que la mayoría de las mujeres jóvenes acostumbran.  Gran parte de ellas han sido criadas correctamente por sus familias, y han recibido una buena educación en un colegio, tal vez no de prestigio, pero en una escuela.  Sin embargo, este no es mi caso.  Creo que soy de las pocas personas que pueden decir que su vida ha sido una vergüenza, que desprecian a su madre e ignoran quién es su padre.  Desde pequeña soñé con vivir una vida normal y pertenecer a una familia común y corriente pero siempre supe que eso no iba a ser posible, al menos no antes de conocer a Felipe.  Ahora ya convertida en lo que se puede decir una mujer normal viviendo una vida cotidiana me doy cuenta del error que cometí al esperar hasta los dieciocho para dejar mi casa y no haberme fugado antes. 

         Mi madre era una mujer cruel y ambiciosa.  Tenía ojos solo para el dinero.  Manipulaba a la gente mediante amenazas y ofertas de mejor vida en un futuro que todos creían pero eran falsas.  Era dueña de un prostíbulo ubicado en un barrio de clase media en Santiago.  Lo disfrazaba como un café, pero aún así todos sabían lo que en realidad sucedía adentro.  Tenía clientes por montones y la policía no la molestaba ya que les ofrecía precios y les dejaba los mejores cuartos.  Nunca me demostró cariño o amor de ningún tipo, y si no hubiera sido porque yo traía a sus mejores clientes estoy segura de que me hubiera echado de esa casucha a los diez años.  Me comenzó a prostituir recién cumplido los trece años, cuando yo todavía era una niña.  En un comienzo me negué pero luego de que ella me suplicara  y ofreciera dinero en sumas extraordinarias accedí.  No por el dinero sino por el amor que entonces le tenía.  De niña solía tener la esperanza de que algún día mi madre se cansara de ver como los hombres destrozaban emocionalmente a su hija, cerrara el prostíbulo y se fugara conmigo, pero eran solo fantasías y nunca se cumplieron. 

         Recuerdo que luego de cada cliente me encerraba en mi pequeño cuarto, ubicado en el tercer piso de la casa, me metía en la ducha y me lavaba repetidas veces tratando de quitar el tacto y sudor de todos esos hombres.  Luego me metía en mi cama y lloraba desconsoladamente por dos horas hasta caer dormida.  Ese ritual se repitió todos los días hasta el día en el que cumplí dieciocho y dejé ese lugar en el que me había criado. 

         Aún creo que si no fuera por Felipe yo seguiría en aquel lugar.  Sin haberlo conocido jamás habría encontrado el valor para dejar a mi madre.  Lo conocí por circunstancias inusuales para cualquiera pero para mí era algo que ocurría todos los días.

         Estaba caminando por la calle, regresando a mi humilde hogar luego de comprar un par de discos en el centro.  Estaba anocheciendo y mi turno estaba por comenzar por lo que caminaba algo apurada.  En eso un hombre me detuvo.

“Tu trabajas para Doña Fiona ¿no?” me preguntó el hombre.

Era alto de tez oscura y pelo negro.  Tendría unos cuarenta y ocho años por no decir cincuenta.  Lo intenté ignorar continuando mi camino.  El hombre, eso sí, no se dio por vencido y continuó siguiéndome hasta que cansada de sus preguntas me di vuelta para enfrentarlo.

“Que se te ofrece” le dije secamente.

Sacó un par de billetes mostrándomelos como anzuelo.  Se le formó una gran sonrisa en su rostro.

“Te doy cien por un encuentro rápido en el callejón” me dijo señalando un pequeño callejón a nuestra derecha.  Lo miré alzando una ceja. 

“No lo creo” le contesté, y giré para seguir mi camino.  El hombre me tomó el brazo y me atrajo hacia el.

“Es tu trabajo, te estoy ofreciendo una suma considerable” me insistió.

“Suéltame” le respondí desafiante.

La Casa RojaWhere stories live. Discover now