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    Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.

  Ji Yong se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo.

  — ¿Qué estará haciendo ahora?

  "Ahora", Seung Hyun pesca en la isla mientras se pregunta.

  — ¿Qué estará haciendo Ji Yong?

  En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.

  Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.

  En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.

  Dos viejos trenzan bambúes por última vez.

  Una docena de chicos canturrea "Donguri-Koko Koko-Donguri-Ko..." por última vez.

  Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.

  Miles de hombres piensan en mañana por última vez.

  Ji Yong sale para hacer unos mandados.

  Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.

  Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.

  Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.

  Nadie será ya quien era.
  Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
  Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallado.

  Recién en diciembre logró Seung Hyun averiguar donde estaba Ji Yong. ¡Y aún estaba vivo!

  El y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima. Como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.

  Y hacia ese hospital marchó Seung Hyun una mañana.
  El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabia si era el frío exterior o su pensamiento el que lo hacia tiritar.

  Ji Yong se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Con los ojos abiertos y la mirada inmóvil. Ya no tenía su brillante cabello negro. Apenas una tenue pelusita oscura.

  Sobre la mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.

  — Voy a morirme, Seung Hyun... — Susurró, no bien su amigo se paró, en  silencio, al lado de su cama. — Nunca llegaré a contemplar las mil grullas que me hacen falta... —

  Mil grullas...

  Con el corazón encogido, Seung Hyun contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Solo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.

  — Te vas a curar, Ji Yong. — Le dijo entonces, pero su amigo ya no lo oía, se había quedado dormido.

  El muchachito salió del hospital bebiéndose las lágrimas.

  Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Seung Hyun (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el por qué de la misteriosa desaparición de todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.

  Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.

  En la habitación que compartía con sus primos, Seung Hyun velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie mas que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
  Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
  La tijera la llevaba oculta entre sus ropas. 

  Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Seung Hyun recortó primero novecientos ochenta cuadritos y luego los plegó, uno por uno, hasta completar las mil grullas que ansiaba Ji Yong, tras sumarles las que el misma había hecho. Ya amanecía. El muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de a diez las frágiles grullas del milagro, y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.

  Con los dedos paspados y el corazón temblando, Seung Hyun colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin permiso la bicicleta de sus primos.

  No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Ji Yong dependía de esas grullas.

Mil Grullas [Adaptación GTOP.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora