En algún lugar del océano Atlántico
La monotonía hacía días que se había adueñado del viaje, eternamente acompañada por el interminable crujir de las arboladuras y el seco chirriar de las cuerdas. Los hombres corrían de un extremo al otro entre voces y maldiciones, ocupados en los quehaceres propios de sus rangos.
Había sido un día soleado y maravilloso, el sol había brillado alto, calentando el corazón de todas las almas que se habían aventurado a pasar unas horas en cubierta. Pronto llegarían a puerto, unos días más a lo sumo. Después de tantos días rodeados de esa infinita extensión que era el mar, deseaban poner los pies en tierra. La larga travesía había sido tranquila, apacible, sin muchas complicaciones. Una balsa calma impulsada por la suave brisa que los llevaba a destino.
Pero esa relativa paz había sido truncada durante los últimos minutos.
La rudeza del viento hacía ondear con fuerza la bandera sobre el mástil, haciéndola chasquear con violencia. Las olas arrastraban el barco de un lado a otro, frágil como una pluma mecida a voluntad de la fuerte ventisca. El cielo, cubierto por unos enormes nubarrones oscuros, amenazaba con descargar sobre ellos la inminente tormenta. Podían sentir el aire cargado de electricidad; los rayos ya adornaban el horizonte con sus descargas eléctricas.
Los viejos lobos de mar gruñían mientras tiraban de los cabos, recogiendo aprisa el velamen antes de que las velas fueran rasgadas. Algunos trepaban por las jarcias, otros ya se aferraban a las vergas facilitando la recogida. Abajo, el contramaestre gritaba las órdenes recibidas por el capitán, haciéndose oír por encima del fuerte viento que los azotaba. Nervioso, el capitán Montalvo intentaba parecer impasible sobre el castillo de popa, aferrado a la barandilla, mientras los marineros corrían de babor a estribor esforzándose por cumplir sus enérgicos mandatos. A su lado, el timonel intentaba mantener el rumbo, una misión casi imposible debido al oleaje que los zarandeaba.
Poseidón, dios del mar y las tormentas, estaba cabreado y descargaba su cólera contra ellos. Serían la ofrenda destinada a calmarlo por violar sus inmortales dominios.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer con timidez. Segundos después, un primer trueno rasgó el cielo, acompañado de un primer y sorpresivo cañonazo.
Se les heló el alma.
De entre la bruma que vagaba sobre el mar surgió una carabela enarbolando la bandera pirata. Deslizándose como un fantasma, dividiendo las olas a su paso, avanzaba impertérrita e impasible sobre el océano. Toda actividad a bordo se detuvo cuando advirtieron las escotillas alzadas.
Un gemido generalizado invadió toda la cubierta cuando vieron ondear la Jolly Roger; dos tibias cruzadas bajo una calavera de perfil que miraba hacia arriba, como si desafiara a Dios. Sin piedad, todos lo sabían cuando la reconocieron, salvo los inocentes pasajeros que se embarcaron en esa aventura de viajar en un mercante sin escolta.
El terror los paralizó durante unos preciados segundos, observando como la nave se abría paso entre la niebla, lanzando otra ráfaga de cañonazos. Los artilleros apenas tuvieron tiempo de cargar sus cañones antes de que las culebrinas del barco pirata comenzaran a causar estragos en el casco del galeón. Los falconetes enemigos comenzaron a hacer su trabajo, diezmando el groso militar que viajaba en el navío. Arcabuceros y mosqueteros dispararon sus armas, llevándose con sus disparos a algunos piratas preparados ya para el abordaje; hachas, sables y dagas en mano.
La mesana fue la primera en caer, seguida unos instantes después por el trinquete. Se desplomaron sobre la cubierta del barco mercante, obsequiándolos con una lluvia de astillas incandescentes. Los gritos desesperados de las damas que viajaban a bordo se mezclaron con los rugidos de júbilo de los piratas, extasiados ante la promesa de un sustancioso botín. Ni siquiera sus esposos lograban tranquilizarlas. Los más afortunados habían corrido, guiándolas para esconderse en sus camarotes. Ingenuos, eso no los salvaría de la muerte.
La estructura del barco crujió en protesta, como si fuera a romperse en cualquier momento. Estaban perdidos, tal era la certeza que a los marinos se les encogía las entrañas. Sin velas jamás podrían huir. Y si salían de esa, ni siquiera podrían llegar a puerto con las escasas provisiones de las que disponían. Si es que el barco aguantaba ese ataque.
Montalvo ordenó bajar a media asta la bandera, en un intento de rogar clemencia por los desdichados a su cargo. Confiando encontrar en el otro capitán ese honor pirata del que muchos hablaban.
Cómo se esperaba, y sin defraudar a nadie, no hubo piedad. Tal y como la tormenta descargó su furia, los piratas cayeron sobre ellos, mutilando, desgarrando y matando todo a su paso con tal violencia que jamás habrían ganado esa batalla perdida de antemano.
Sólo unos minutos les llevó acabar con la vida del centenar de personas que viajaban a bordo. No buscaban prisioneros, tampoco querían el barco, sólo les interesaba el botín que después podrían vender a buen precio, y que se apresuraron a cargar antes de que el galeón sucumbiera e iniciara su último viaje al fondo del mar.
Tras la fuerte tormenta, llegó la tan deseada calma. El suave viento disipó la cortina de humo, haciendo visible los restos del navío naufragado. En su interior viajaban las pobres almas que no habían tenido la fortuna de morir durante el abordaje, y que desde ese momento descansarían para siempre en su última morada.
—Capitán —gritó uno de los piratas, asomado a estribor.
—¿No quieres tu parte del botín, Murray? —preguntó el aludido, sacando de entre los tesoros requisados una espada con hermosas incrustaciones en el guardamano.
—Mire, capitán —insistió de nuevo, señalando hacia un punto en concreto.
De dos zancadas, Jack Reaper, capitán del Lady Mort, recorrió el corto espacio que los separaba y se asomó por la borda.
—Hemos encontrado un suculento pescadito, señor —rió otro de los piratas dejando ver una sonrisa desdentada, y que, por un momento, había olvidado su parte del botín, que aun descansaba sobre la cubierta, ante la nueva distracción.
—Mátalo —ordenó Reaper sin ningún remordimiento.
Murray sonrió, se sacó una de las pistolas que aun tenia cargada y sujeta en el cinto y apuntó al jovenzuelo que se aferraba a duras penas a un trozo de madera que antes había formado parte del casco del galeón. El sonido del disparo rompió el silencio impuesto tras la batalla.
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Navegando hacia ti · Serie Susurros del Mar
RomanceEl Caribe, cuna de piratas, es un hervidero de actividad. Los ataques son constantes y el peligro acecha en cada viaje. La codicia arraiga en la mente de muchos, incitándolos a esa vida de saqueos y pillaje. La astucia, el egoísmo, la traición… se...