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—No, está en préstamo hasta el día veintiséis —dice la señorita Hamilton con una sonrisa dinámica y profesional. Camila está de pie junto a ella tras el mostrador, reprimiendo un bostezo. Está cansada. Gracias a Dios que su turno en la biblioteca está a punto de acabar. Lanza una mirada furtiva al reloj. No exactamente a punto, aún le quedan cuarenta y cinco minutos.

Camila sabe perfectamente que debería estar agradecida por tener este trabajo. Al fin y al cabo, su hermano tuvo que mover un montón de hilos para conseguirlo. Trabaja en la biblioteca de la universidad tres tardes a la semana. Gana algo de dinero. No el suficiente, pero sí más del que ganaría si estuviera en su pueblo sirviendo helados en el Häagen Dazs.

Por supuesto, allí todo el dinero que ganara sería para ella. Pero las cosas son un poco diferentes ahora. Tiene que trabajar para ayudar a su hermano con los gastos. Ahora debe preocuparse de cosas como la factura de la luz. Sin embargo, eso tampoco es tan terrible. No en comparación con el resto de su vida.

—Creo que podemos conseguirlo por préstamo interbibliotecario —continúa la señorita Hamilton—. Camila, ¿te encargas tú?

La señorita Hamilton la mira con severidad, dispuesta a atacar si comete cualquier error. No es que sea mala persona. Es bastante simpática con el resto de la gente, es solo que no le gusta tener a Camila merodeando por su biblioteca. La mayoría de personas que trabajan para ella son estudiantes de universidad, y los que no, son adultos que han elegido hacer carrera como bibliotecarios. Basta con decir que Camila es la única estudiante de instituto que hay por aquí.

Es como con todo lo demás. Últimamente, es como si Camila no perteneciera a ninguna parte.

Camila coge la ficha que el tipo ha rellenado con una caligrafía temblorosa y enmarañada. Busca un complicado estudio sobre unos filósofos del siglo XII. Alza la mirada para ver su cara. Es mayor. Bastante mayor. Debe rondar los setenta. Siempre resulta interesante ver a los diferentes tipos de personas que se pasan por aquí.

—Debería llegar en un par de días —le dice mientras teclea el número de catálogo—. ¿Ha escrito su número de teléfono? —Vuelve a mirar la ficha—. Perfecto, le llamaremos en cuanto nos llegue.

—Excelente —responde el hombre, con auténtico entusiasmo. Camila se fija en su agradable sonrisa. Seguro que es un profesor de universidad jubilado al que todavía le gusta leer. Le brillan los ojos ante la idea de poder tener el libro entre sus manos. Su padre podría haber sido así en veinte años. La simple idea de poder leer una nueva monografía de una tribu perdida de Nueva Guinea hubiera sido motivo de nervios y emoción.

Hubiera sido.

Una ola de desesperación la invade por sorpresa. Incluso le cuesta mantenerse en pie. Se aferra al mostrador con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. No puede permitirse perder el control aquí. ¿Habría algún modo, alguno, de marcharse a hacer lo que necesita sin que la señorita Hamilton se enfadara con ella? Camila mira su mochila bajo una de las sillas. Solo con saber que están ahí ya se siente algo mejor. Aparta las manos del mostrador y las aprieta contra sus brazos, deleitándose con el escozor que le produce el contacto del algodón con las heridas abiertas. Eso le tendrá que valer por ahora.

—¡Camila! —La voz de la señorita Hamilton suena con rotundidad. Es evidente que no es la primera vez que la llama.

—¡Perdón! —Camila se incorpora sobresaltada. Hace lo posible por dejar de fijarse en su mochila y centrarse en el rostro malhumorado de la señorita Hamilton.

—Necesito que vayas al depósito.

—De acuerdo —responde asintiendo con la cabeza, aunque en realidad odia ir al depósito. Está lleno de estanterías y pilas de libros enterradas en una montaña de polvo. Además, le da miedo. Circulan algunas historias de fantasmas. No es que ella crea en esas cosas, pero...

CAMILADonde viven las historias. Descúbrelo ahora