Caso dos, Luciana: Violencia Identidad.

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    Estaba abatida. Luciana entró en mi consultorio como arrastrándose y cuando le indiqué el sillón en el que debía sentarse lo hizo como si obedeciera una orden. Era una mujer joven, de unos 27 años, y se había contactado conmigo vía un mail sencillo, claro y desesperado.



    ─Contame por qué estás acá ─le dije.

    Sin levantar la cabeza, respondió:

    ─Porque estoy triste.

    Y se quedó callada.

    ─¿Tenés alguna idea del motivo de tu tristeza?

    ─Sí...

    ─Decime ─la invito a hablar─. ¿A qué se debe?

    Breve silencio.

    ─¿Me lo que querés contar?

    Asiente con la cabeza.

    ─A que nadie me quiere.

    Nuevo silencio.

    ─¿Por qué decís que nadie te quiere?

    ─Porque es así.

    Me doy cuenta de que se va angustiando a medida que habla.

    ─Y yo sé por qué ─agrega.

    ─¿Ah, sí? Contame. ¿Por qué "supones" que nadie te quiere?



    Traté de recalcar esa palabra para marcar, desde el comienzo, una distancia entre su convicción y la verdad, pues suele ocurrir que los pacientes llegan a la consulta con la certeza acerca de lo que son, o del porqué les pasa lo que les pasa, que no siempre son ciertas. Es la puerta que me abren para ingresar en ellos. Y por la que acepto entrar. Pero intento tomar distancia de esas creencias para no fortalecerlas.

    Luciana levantó la cabeza y me miró. Sus ojos se llenaron de lágrimas, enrojecieron. Trataba de hablar, pero no podía pronunciar una palabra. De pronto empezó a llorar de un modo casi compulsivo. Se tapó la cara con las manos y su llanto invadió el consultorio. Pero no era un llanto triste. Era un llanto angustiado, con esa carga de angustia que, como decía Lacan, es la única emoción que no engaña.

    Permanecí en silencio. Ella continuó llorando. Se pasó el dorso de la mano por los ojos y las lágrimas le mojaron el puño de la camisa. Otra vez quiso hablar, pero no pudo. Apretó los ojos como para detener el llanto, pero no lo logró. Su lengua enjugó una lágrima que corría por la comisura de sus labios, suspiró varias veces y respiró profundamente procurando calmarse.

    ─¿Qué pasa, Luciana?

    ─Pasa que soy mala, que nadie me quiere porque soy mala ─dice, y se quiebra nuevamente.

    ─¿Por qué decís eso?

    ─Porque es así ─intenta hablar, pero sus palabras salen entrecortadas─, porque soy mala ─repite─. Y mirá, mirá lo que me pasa por ser mala.

    Permanecí expectante. Entonces bajó la cabeza, tuvo un nuevo estallido de llanto y, con profunda vergüenza, desabrochó un botón de su camisa, la corrió apenas y dejó ver un enorme moretón en su pecho izquierdo. Quedé sin palabras: era la muestra inconfundible de haber sido agredida.

    ─Luciana ─dije aún conmovido─. A vos te están golpeando.

    ─Sí ─dijo llorando─. Porque soy mala. Y no quiero ser así. Por favor ─me mira suplicante─, ayudame a dejar de ser así. Yo no quiero ser así.

Palabras cruzadas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora