Prólogo

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—No digas tonterías. Las harpías no existen, Anna. Sólo son criaturas mitológicas.—pero la niña no estaba dispuesta a creerle. No estaba loca, se había fijado en ellas y en un montón de criaturas más a lo largo de su corta vida. Igual que había observado, -a pesar de ser una niña de apenas cinco años-, la tensión en la postura de su madre. Como si Natalie desease que su hija no pudiese verlas realmente.

—Mamá, ¿Tú los ves? Quiero decir, los fantasmas, las criaturas...—preguntó, ahora en un susurro de depresión. Cuando su madre la miró, tenía la cabeza gacha, mostrando por fuera lo insegura que se sentía por dentro. 

Nattie, que tenía un gesto de dolor en la cara como si le estuviesen encogiendo el corazón, paró de caminar y se arrodilló frente a su hija, con una mano en su hombro y la otra en su barbilla, levantándole la cabeza suavemente.

—Lo importante no es si las veo o no,—la niña pudo observar, por el rabillo del ojo, que su madre echaba una inquieta mirada hacia donde ella veía a la harpía. ¿Le había dicho dónde estaba? No recordaba haberlo hecho.—si no si creo en ti e intento protegerte.

Después de esas confusas e incomprensibles palabras, la mujer de pelo castaño claro, ondulado y ojos casi azules, se levantó como una exhalación y agarró a la niñita de ojos grises de la mano antes de echar a correr, con la excusa de que iban a perder el metro de vuelta a casa. 

Se habían librado por medio segundo de ser atacadas por la criatura, que ahora las observaba alejarse desde un tejado.

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