Salí rápido de la clase, dispuesta a consumir un cigarrillo porque era lo único que me llenaba en ese momento. Lo encendí y en cada calada me sentía más relajada, lo sostenía en mis manos, contemplando como se consumía, y como me estaba consumiendo a mí, parecía hipnotizada por esa maravilla de la tierra, más dañino que maravilloso, pero cuando se trataba de mi, eso no importaba. La calle estaba fría, pero no me importaba, todos estaban en clase, y yo en medio de la calle, o de la nada, podemos verlo de las dos maneras. Prefería estar fuera muriendome de frío, que dentro con todas esas miradas penetrantes intentando descubrir algo que obviamente no le contaré a ninguno de ellos.
Las puertas del Instituto se abrieron y temí que fuera algún profesor preguntando por mi ausencia. Era Luca, tenía el mismo aspecto que en clase, el pelo alborotado y aparecía perdido. Se sentó en el banco de enfrente y encendió un cigarro, no sabía que se había dado cuenta de que yo estaba allí hasta que me miró fijamente a los ojos, era una mirada extraña, más bien de silencio, él estaba allí por una razón, y yo por otra, y claramente ninguno de los dos queríamos contarla, ni lo haríamos. Estuvimos en silencio durante diez minutos seguidos, mirándonos, observando como tomaba las caladas y soltaba el humo de su boca, y como se le cortaban los labios del frío. Se me acabó el cigarro, y a el también, saqué el paquete dispuesta a encender otro. Se acercó y se agachó a la distancia de mi cabeza. Me pidió un cigarro y se lo di, se sentó a mi lado y seguimos con el silencio de antes, sólo que ahora teníamos que girar la cabeza para mirarnos a los ojos, y me parecía desesperante no poder ver sus ojos azules todo el tiempo. Pasó una hora y decidí que era hora de volver a clase.
-Vuelvo a clase.-Le dije. -Obviamente no te voy a dar los cigarros que quedan.
-Que amable por tu parte.-Dijo irónicamente.-Si no hay cigarros vuelvo también a clase.
Su voz era ronca, y me gustaba. Me imaginé como sería su sonrisa y sentí leves vibraciones en mi columna. Siguió mis pasos y entró después de mí.
Las últimas horas se me hicieron eternas, y cuando vi a Burgel esperándome para ir juntas a casa me pareció un milagro. Me preguntó cómo llevaba las heridas de los nudillos pero no contesté, tan sólo sonreí y empezamos a andar. Ella captó la indirecta y no volvió a preguntar.
Mi casa estaba vacía, mi padre estaba de viaje, como de costumbre, él afirmaba que era de trabajo, pero yo sabía perfectamente que no se trataba de eso.
Hicimos algo de comer, la verdad tenía una pinta asquerosa. Me arrepentia de no contarle a Burgel la verdad sobre mis nudillos, pues ella había preferido venir a mi casa a hacerme compañía aún sabiendo que comeriamos algo asqueroso que se nos ocurriera hacer en el momento, en vez de ir a la suya donde su madre tenía preparado un almuerzo completo para seis personas. Yo estaría sola si no fuera por ella, y lo agradecía.