Una semana después, Dorian Gray, en el invernadero de Selby Royal, hablaba con la duquesa de Monmouth, una mujer muy hermosa que, junto con su marido, sexagenario de aspecto fatigado, figuraba entre sus invitados. Era la hora del té y, sobre la mesa, la suave luz de la gran lámpara cubierta de encaje iluminaba la delicada porcelana y la plata repujada del servicio. La duquesa hacía los honores: sus manos blancas se movían armoniosamente entre las tazas, y sus encendidos labios sensuales sonreían escuchando las palabras que Dorian le susurraba al oído. Lord Henry, recostado en un sillón de mimbre cubierto con un paño de seda, los contemplaba. Sentada en un diván color melocotón, lady Narborough fingía escuchar la descripción que le hacía el duque del último escarabajo brasileño que acababa de añadir a su colección. Tres jóvenes elegantemente vestidos de esmoquin ofrecían pastas para el té a algunas de las señoras. Los invitados formaban un grupo de doce personas, y se esperaba que llegaran algunos más al día siguiente.
–¿De qué estáis hablando? –preguntó lord Henry, acercándose a la mesa y dejando la taza–. Confío en que Dorian te haya hablado de mi plan para rebautizarlo todo, Gladys. Es una idea deliciosa.
–Pero yo no quiero cambiar de nombre, Harry –replicó la duquesa, obsequiándole con una maravillosa mirada de reproche–. Me gusta mucho el que tengo, y estoy seguro de que al señor Gray también le satisface el suyo.
–Mi querida Gladys, no os cambiaría el nombre por nada del mundo a ninguno de los dos. Ambos son perfectos. Pensaba sobre todo en las flores. Ayer corté una orquídea para ponérmela en el ojal. Era una pequeña maravilla jaspeada, tan eficaz como los siete pecados capitales. En un momento de inconsciencia le pregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me dijo que era un hermoso ejemplar de Robinsoniana o algún otro espanto parecido. Es una triste verdad, pero hemos perdido la capacidad de poner nombres agradables a las cosas. Los nombres lo son todo.
Nunca me quejo de las acciones, sólo de las palabras. Ése es el motivo de que aborrezca el realismo vulgar en literatura. A la persona capaz de llamar pala a una pala se la debería forzar a usarla. Es la única cosa para la que sirve.
–Y a ti, Harry, ¿cómo deberíamos llamarte? –preguntó la duquesa.
–Se llama Príncipe Paradoja –dijo Dorian.
–¡No cabe duda de que es él! –exclamó la duquesa.
–De ninguna de las maneras –rió lord Henry, dejándose caer en una silla–. ¡No hay forma de escapar a una etiqueta! Rechazo ese título.
–La realeza no debe abdicar –fue la advertencia que lanzaron unos hermosos labios.
–¿Deseas, entonces, que defienda mi trono?
–Sí.
–Ofrezco las verdades de mañana.
–Prefiero las equivocaciones de hoy –respondió ella. –Me desarmas, Gladys –exclamó lord Henry, advirtiendo lo obstinado de su actitud.
–De tu escudo, pero no de tu lanza.
–Nunca arremeto contra la belleza –dijo él, haciendo un gesto de sumisión con la mano.
–Ése es tu error, Harry, créeme. Valoras demasiado la belleza.
–¿Cómo puedes decir eso? Reconozco que, en mi opinión, es mejor ser hermoso que bueno. Pero, por otra parte, nadie está más dispuesto que yo a admitir que es mejor ser bueno que feo.
–En ese caso, ¿la fealdad es uno de los siete pecados capitales?
–exclamó la duquesa–. ¿Y qué sucede con tu metáfora sobre la orquídea?
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El retrato de Dorian Grey - Oscar Wilde
RomanceEl retrato de Dorian Grey, fue un libro que convulsionó a la sociedad en que vivía Wilde. Le trajo más enemistades a los que ya tenía. A pesar de tan nefasta crítica que recibió, era su forma de mostrar su inconformismo al mundo acartonado en el qu...